Los lectores, como los nadadores de aguas saladas, se han fogueado en agosto. Recuerdo libretas en las que anotaba no solo los títulos que devoraba durante las vacaciones, sino también el número de páginas y el tiempo de lectura. Por suerte no existía Twitter para airear mi plusmarca de Guerra y paz o no habría tenido un amor de verano hasta los 65. Tecleo esto mientras miro de reojo mi mesilla, satisfecho por la cantidad de libros que estoy engullendo a buen ritmo estival. Mi lectura sin tasa, febril como antaño, incluye títulos como El bebé toca, Los animales o Colores. Nada me falta. Cuando un lector compulsivo veranea con un bebé, se consuela de este modo mientras busca la dosis en cualquier situación. Así, nos ponemos a leer bajo un puente, en la cola del colmado, en el paso de cebra. Cuando el pequeño duerme, hay que elegir: hablar con la pareja, dormir o leer. Por suerte, ambos podemos comer mientras leemos. Aun así, a veces nos sentimos como Henry Bemis en el octavo capítulo de La dimensión desconocida. Ese miope, un lector siempre incordiado por un entorno que le impide leer, sobrevive a un estallido nuclear. Es el único hombre en la Tierra. Merodea por los escombros de la civilización y, cuando está a punto de llevarse un revólver a la sien, descubre las ruinas de una biblioteca pública. Entre los cascotes humeantes, los mejores libros de la literatura universal. «Tiempo suficiente, al fin», exclama. El mejor verano nuclear. Entonces se incorpora para mirar uno de los títulos y sus gafas caen al suelo y se rompen.

*Periodista