Para Aragón han vuelto los tiempos del déficit de inversión pública. Durante decenios, esta Comunidad hubo de conformarse con las migajas de los Presupuestos Generales del Estado. Y cuando parecía invertirse esta tendencia sólo era porque algunas infraestructuras (pongamos el AVE) se dejaban muchos kilómetros en nuestro territorio. Aunque su impacto positivo real fuese menor.

Esta reflexión viene siendo un clásico en el análisis de la realidad aragonesa del último medio siglo. Y se ha complementado con otra circunstancia no menos constatable: la perniciosa tendencia de los gobernantes y las élites sociales a utilizar el dinero que llegaba (cuando la Administración central se mostraba un poco más generosa) en proyectos costosos, absurdos, inútiles y sospechosos. Pero esa es otra historia, homologable con lo habido en los demás territorio de las Españas, con la salvedad, si acaso, del País Vasco. Porque allí sí existe una estrategia a medio y largo plazo asumida por gran parte de la ciudadanía y soportada sobre un régimen fiscal ad hoc y una gestión institucional bastante honesta y eficaz.

Aquí, nuestro mejor momento, nuestro único mejor momento en lo que a inversiones públicas se refiere, coincidió con la presidencia de Rodríguez Zapatero. Entonces Madrid pareció reparar en nuestra existencia y entender que era necesario reparar una injusticia de alcance histórico. El dinero llegó como nunca. Y puede ser que el citado llegara a a ser visto por muchos como un jefe de Gobierno nefasto, y que su imagen haya quedado vinculada al estallido de las burbujas (financiera e inmobiliaria) y el arranque de la crisis. Pero Aragón obtuvo de él algunas importantes satisfacciones.

Luego... lo de siempre. El PP parte de una lógica muy simple: los aragoneses, como el resto de la España interior, han de votar derecha de manera natural, sin contraprestaciones ni mejores tratos. Así, cuando Rajoy recibe al bueno de Aliaga, ya sabe que con dos palmaditas y algún paripé la Tierra Noble está servida. Y a otra cosa, mariposa.