Las noticias que llegan de los mercados financieros son para preocupar. Hace ya tiempo que se presentía que podía pasar algo gordo que arrumbase la complacencia con que las autoridades y los poderosos aseguraban que las cosas iban bien. Y el desplome de la bolsa china, con sus secuelas universales, tiene toda la pinta de ser eso. Lo cierto es que en menos de 24 horas se ha hundido ese elemento decisivo para la buena marcha de los mercados que es la confianza. Porque el dinero, que sobreabunda en los circuitos financieros internacionales, puede moverse hacia donde lo deseen sus dueños. Y si esos movimientos están impelidos por el nerviosismo, la desconfianza y la codicia, pueden derruir de un día para otro los castillos de naipes del crecimiento económico que han construido los responsables políticos. El caso español es paradigmático de eso. Siendo distintas las circunstancias, la crisis del 2008 emmpezó más o menos de ese modo. El dinero estaba entonces en sectores que de golpe aparecieron inseguros y fueron abandonados sin miramientos, y eso destrozó todo el entramado. Hoy lo que ha dejado de ser seguro es China. Y el dinero se ha puesto histérico. Y ahora puede irse a cualquier parte. Pero ya parece que hay dos cosas claras. Una, que los más débiles van a sufrir más, y España está entre ellos. Dos, que por muchas milongas que nos cuenten, la arquitectura de las finanzas y de los mercados internacionales sigue siendo la misma de antes de la crisis. Y que las que siguen mandando en ella son las gentes del dinero. Periodista