Por momentos el asunto del referéndum (o no) de Cataluña se ha convertido más que nunca en un pulso Madrid-Barcelona, un duelo desorbitado donde, como en el fútbol, solo cuentan los sentimientos enconados y las emociones desatadas, sin olvidar las muestras de odio y la sinrazón, que nunca faltan. Lo demás y los demás no existen. Cualquier aportación analítica, razonamiento o crítica, venga de donde venga, se desoye desde el otro lado y se estigmatiza con la etiqueta de equidistante; palabra que incomprensiblemente empieza a tomar cuerpo como insulto.

Desaparecida la política, asistimos a un ejercicio continuado de dejación de la responsabilidad, abandonada en manos de otros estamentos o actores, sean judiciales, municipales, policiales o funcionariales, que de la noche a la mañana se han convertido en árbitros de la contienda. Incluso el PNV se ha apuntado a una revisión VAR de los pormenores del proceso.

Informativamente parece no haber espacio para más. Sin noticias de la gestión de la vida cotidiana social y económica de todos, prioridad en una democracia, pero al parecer siempre postergable. Donde nuestro inmediato pasado viene condicionado por el inefable rescate bancario negado por el Gobierno del PP hasta la saciedad; aquel crédito que, se nos aseguraba, no iba a tener «coste para los ciudadanos» (Guindos) porque lo iba a pagar «la propia banca» (Rajoy), cuando hasta el Banco de España reconoce ahora que solo se ha recuperado el 6% y como cálculo optimista aspira a que llegue a la quinta parte de aquel dinero público que ha propiciado recortes en necesidades básicas.

De aquellos barros, estos lodos. En nuestro inminente futuro, España lidera el paro juvenil en la OCDE con un 38,6% (más que el triple de la media), es el quinto país europeo con menos inversión en educación, según Eurostat (4,1% del PIB), un sector que ha perdido 2.600 millones desde 2010, según UGT; y que en su inmediato presente, pese al machacón relato de recuperación económica, destaca como líder europeo en pérdida adquisitiva de los salarios. Pero, según ese latiguillo instalado con éxito entre nuestra clase política, de todo esto no toca hablar ahora. De hecho, casi nunca toca.

Por lo visto, el traje español no puede de ninguna manera romperse por sus costuras aunque al mismo tiempo se deshaga por la espalda o por las mangas. El futuro parece escrito: al final, todos desnudos. H *Periodista