La crisis ha puesto patas arriba muchas cosas. Tan solo hace un lustro nos creíamos en el mejor de los mundos, acariciábamos el dorado reflejo del sueño americano expandido por la globalización. San Mercado lo regía todo. Hasta que todo hizo crack. Era un espejismo. San Mercado contraatacó e impuso su dictamen: el desmontaje del estado de bienestar, sobre todo allí donde estaba más arraigado. Por eso empezó en Europa el juego de acreedores y bancos (reciben el dinero del BCE al 1,5 % y lo reclaman como mínimo a cinco veces más a los endeudados). Así cayeron Grecia, Irlanda, Portugal...

Pero los Juan Nadies empezaban a hartarse de tanta injusticia, de que los platos rotos los paguen quienes menos tienen, quienes, además, estuvieron al margen de los tejemanejes del Monopoly. ¡Los paganos eran las víctimas del desaguisado! La ola de indignación que había comenzado en el sur del Mediterráneo por motivos más sangrantes, cruzó el estrecho y se plantó en la Puerta del Sol por San Isidro. Los indignados sembraron muchos interrogantes, se empezaron a cuestionar muchos paradigmas en las plazas enlonadas de España:¿Nos merecemos a los políticos que tenemos? ¿Es equitativo y adecuado, nuestro sistema electoral? ¿Los medios de comunicación sirven a los poderosos? El interrogante, la savia de la democracia, tanto tiempo adormecida, volvía a revivir. La derecha se puso nerviosa, sus medios atacaron y manipularon. La izquierda socialdemócrata estaba KO tras ser castigada el 28-M por administrar la medicina Merkel en contra del programa con el que ganaron.

Pero empezaban a alzarse voces contra la gran mentira de San Mercado administrada por el PPOE, por mucho que fingieran combates pugilísticos en el ruedo mediático y parlamentario. Ahora desde las plazas empezaban a retumbar las preguntas de fondo. ¿Por qué todo lo rige el mercado? ¿Por qué tenemos que renunciar al estado de bienestar que tanto nos costó conquistar? ¿Por qué no somos un estado laico de verdad? ¿Por qué no hay listas abiertas? No eran meros eslóganes impactantes, al estilo del 68, transmitían un hartazgo generalizado avalado por datos y hechos. La generación más preparada de la Historia hispana se revolvía contra la mediocracia imperante, en política sobre todo. Cualquier perro flauta tenía más estudios que los presidentes salientes o aspirantes... Y allí estaban, sin futuro, con la certeza de que vivirían peor que sus padres, pero defendiendo su dignidad, su derecho a decir ¡basta! Tenían un arma poderosa: los datos, la capacidad para analizarlos e Internet. El movimiento gana adeptos entre la ciudadanía... La derecha también reacciona; tras demonizar a los alborotadores, sus líderes más vinculados a la corrupción ahora piden listas abiertas; maniobra de distracción, cortina de humo.

HA EMPEZADO a movilizarse una ciudadanía aletargada, en asambleas de barrio, en colectivos que se resisten a seguir la inercia, las versiones oficiales o publicadas. Surge en Madrid, por ejemplo, el colectivo PeriodismoRealYa para reclamar un ejercicio de la profesión independiente, no sumiso ni paniaguado. Se empiezan a cuestionar los pilares de un establishment alumbrado en la Transición que estaba pervirtiendo, esclerotizando y desnaturalizando el impulso democrático inicial.

Hace un año me presentaba en estas páginas con un artículo titulado Crisis u oportunidad. Precisamente con esta megacrisis tenemos la oportunidad de replantearnos algunos aspectos de ese orden nacido de la Constitución de 1978, que no es un dogma sino un constructo que la ciudadanía consensuó para regir la democracia; y por ello tiene que evolucionar, adaptarse a los tiempos. Al amparo de ese nuevo orden democrático ha ido creciendo una clase senatorial que, en ocasiones, utiliza la política más para asentar privilegios que para servir a los ciudadanos. Las respuestas están de nuevo en las preguntas: ¿por qué algunos cargos de diputaciones provinciales ganan más que el presidente del Gobierno? ¿Por qué pagamos a Agentes de Desarrollo Rural que son meros controladores de los partidos? ¿Por qué en las administraciones reina la endogamia por encima de la excelencia? ¿Por qué la formación de los políticos está por debajo de la media? ¿Por qué nuestros jóvenes más preparados tienen que emigrar mientras mantenemos tanto zángano? ¿Por qué mantenemos a partidos regionales cuyo único fin es crear redes de intereses endogámicos? ¿Por qué los sindicatos evolucionan hacia una burocracia subvencionada? ¿Por qué buena parte de nuestra derecha no ha roto con el franquismo sociológico? ¿Por qué se baja el sueldo a los funcionarios y no se mete en cintura a los bancos y a las rentas más privilegiadas? ¿Por qué el Mercado está por encima de los gobiernos? ¿Por qué no se apuesta por la ciencia, la tecnología, la innovación como motor de desarrollo? ¿Por qué seguimos deteriorando el medio ambiente? ¿Por qué las diferencias entre ricos y pobres son acuciantes?

A ESTAS preguntas la derecha liberal ya ha encontrado respuesta: dejemos actuar a San Mercado, que nos librará de todos los males. Amén. Y esa es la alternativa (más bien oculta) que nos deparará Mariano Rajoy, desmontando sigilosamente las ruinas del Estado de Bienestar. El embrollo es casi irresoluble, porque la socialdemocracia tampoco puede saltarse a la torera las reglas de Monopoly con las que ha compadreado durante años y ahí está la Cancerbera Merkel para impedirlo. Así que solo nos queda una izquierda real: la de los ciudadanos preguntones --"La pregunta es la piedad del pensamiento", según Heidegger--. España requiere esas preguntas, necesita una Transición 3.0 para entrar políticamente de lleno en el siglo XXI. Los realistas del Perogrullo argumenarán que los cambios se hacen ganando las elecciones y que las últimas se han decantado por el PP. Nada que objetar, nada que objetar tampoco a los legítimos representantes elegidos (salvo a los imputados y corruptos), pero algo se está moviendo y marcará el futuro de una izquierda necesaria que ya no se contenta con la alternancia. Se ha empezado a cuestionar el paradigma, se ha puesto en marcha la Transición 3.0.

Filósofo