ADonald Trump (como a Marine Le Pen) le han atribuido posiciones ideológicas rupturistas, populistas y obreristas. De tal forma que en muchos momentos su figura aparecía como un símbolo antisistema. Pero apenas han pasado unos meses desde que fuera investido presidente de Estados Unidos, y ya es evidente que en realidad estamos ante un personaje de ultraderecha, un fascista posmoderno y un ultraliberal sádico. Todo ello apenas disimulado por su condición de millonario descarado, hortera, putero y bocazas.

Trump es la última derivada del ala más derechista del Partido Conservador (el Tea Party) y del movimiento supremacista blanco, neonazi, racista y criminal. Nada más y nada menos. Suponerle una naturaleza populista no ha sido sino un recurso retórico para situar su amenazante ascenso a la presidencia en línea con la emergencia (mucho más moderada en todos los aspectos) de las nuevas izquierdas europeas o de los populismos a la latinoamericana. Pero entre una cosa y la otra no hay similitud posible.

Con sus tuits, sus flequilladas y la alborotada banda de ultras que le rodea en la Casa Blanca, Trump se retrató cuando quiso (y no pudo) acabar con el Obamacare para dejar sin atención médica a decena de millones de estadounidenses y permitir que las aseguradoras médicas aumentasen aún más sus tarifas. Luego ha venido lo de Charlotteville, el intento de pasar de puntillas, la movilización antifascista de activistas, periodistas, intelectuales, ciudadanos de a pie y empresarios, la tardía rectificación y la constante caída de su popularidad. Más: el peligroso y ridículo belicismo verbal ante Corea del Norte y las torpes amenazas de una intervención en Venezuela. Siempre en los típicos términos de los halcones militaristas. Para dejar claro quien es el macho alfa.

Y por cierto, habrán observado que el violento despliegue de supremacistas y nazis en Charlottesville fue para impedir la retirada de una estatua del general sudista Lee, simbólica figura santificada por el Ku Klus Klan. ¿Les suena a algo?