Nacido en la Ciudad Libre de Dánzig en 1927, Günter Grass pasó su infancia entre la cultura alemana y la polaca. Ese espacio desapareció de la realidad con la segunda guerra mundial, pero perdura en la memoria gracias al torrente narrativo de la Trilogía de Dánzig.

La Alemania de posguerra se sumió en la niebla y la noche. Theodor W. Adorno juzgó imposible escribir poesía después de Auschwitz y George Steiner, joven león de la crítica judía, desconfió de un idioma envilecido por la propaganda nazi. Los intelectuales alemanes decretaron la "hora cero" para romper con la tradición. En ese entorno devastado, emergió un insólito protagonista: el pequeño Oskar Matzerath tocó su tambor de hojalata. Su redoble marcó el inicio de la Trilogía de Dánzig y el renacimiento de la lengua alemana.

Publicada en 1959, El tambor de hojalata aborda el nazismo desde la inocente e irónica perspectiva de un niño que se niega a crecer. Como en los cuentos de Hoffmann y los hermanos Grimm, el protagonista dispone de un juguete mágico: un tambor con el que impone sus caprichos.

Traducida al castellano en forma espléndida por Carlos Gerhard y adaptada al cine por Volker Schlöndorff, El tambor de hojalata desafió a Grass a estar a la altura de esa temprana obra maestra. No siempre lo logró, pero no dejó de intentarlo. El disciplinado Thomas Mann señalaba que el talento literario no se mide por la mejor obra, sino por la vastedad del esfuerzo. El rodaballo, Encuentro en Telgte, Malos presagios, Es cuento largo, La ratesa y Mi siglo son algunos de los títulos con los que Grass fue fiel a ese principio y que el titánico Miguel Sáenz vertió al castellano.

Acostumbrado a escribir de pie y leer en voz alta sus textos, Grass usó el lenguaje como una materia dúctil. Su pasión por el grabado y la cocina se extendió a la búsqueda de matices e ingredientes para las palabras, y su trato con la escultura le permitió entender sus novelas como bloques de mármol que debían ser abordados desde distintos ángulos para extraer de ahí una figura.

SU PASO por la política no fue menos intenso. Socialdemócrata convencido, criticó la represión de los obreros en la RDA, apoyó la política hacia el Este de Willy Brandt, condenó el militarismo de Israel, defendió el derecho de Grecia a pertenecer a Europa y se opuso a la precipitada reunificación alemana. Polemista de primer orden, se sentía cómodo ante un buen adversario. Cuando se hartó de sus combates, buscó alivio en otras inquietudes y se mudó por un año a Calcuta.

Sus posturas políticas y sus experimentos literarios no siempre gozaron de consenso, pero no pasaron inadvertidos. El gran pope de la crítica alemana, Marcel Reich-Ranicki, señaló los excesos y las deficiencias de Grass, pero reconoció que se trataba del mejor escritor vivo en lengua alemana.

Quienes lo tratamos, conocimos a un interlocutor que tardaba en pronunciarse ante asuntos de importancia y se apresuraba a hablar de comida, tabaco, fútbol, animales (en especial, los favoritos de las brujas) o su abuela polaca. Su condición de intelectual público no le privó de ser un hombre franco y curioso, siempre en busca de un buen guiso o un buen chisme. Enemigo de los fastos, prefería una mesa sin mantel.

En 1999 recibió el Premio Nobel de Literatura. Ocho años después publicó su libro de memorias, Pelando la cebolla, donde confesó haber pertenecido a las tropas de la SS. Este tardío mea culpa fue visto como un doble oportunismo: calló para obtener el Nobel y luego actuó como agente provocador para beneficiarse del escándalo. Al margen de la forma en que el autor construyó su imagen, Pelando la cebolla es un libro excepcional. En una escena, Grass se pierde en el bosque, espacio mágico de los cuentos de hadas alemanes. De pronto, oye ruido. Alguien anda por ahí. ¿Un alemán o un enemigo? El desconocido también advierte otra presencia; para identificarse, silba unas notas de una canción infantil. Grass capta el mensaje y silba la siguiente estrofa. En el país aniquilado por la guerra, una canción infantil salva a dos alemanes. El futuro novelista no olvidó la lección que le deparó el bosque que aún podía ser encantado.

Su muerte, ocurrida hace unos días, obliga a recordar la escena más triste de su principal novela. Oskar recibe su tambor de manos del juguetero judío Sigismund Markus. En la noche de los cristales rotos, la juguetería es destrozada y Markus se suicida.

Pero la política puede redimirse con la fantasía: Alemania se perdió a sí misma a través de las armas y recuperó su idioma gracias a un juguete.

Escritor.