A fin de evitar equívocos, añado que ese «sombrío destino» lo padecería también el resto de España que sin haber incurrido en culpa alguna de las ocasionadas por dirigentes de la región vecina, no se beneficiaría en absoluto, de secesión o particularidad discriminatoria alguna... Todos perderíamos en tan insólito lid entre hermanos, nadie resultaría indemne.

Sin embargo, parece manifiesto que desde la propia Generalitat, de donde parten las iniciativas y las palabras menos apaciguadoras; buen testimonio de ello, ha sido la separación, desde hace algunos años y que ya parece definitiva, de los partidos Convergencia y Unió que hasta entonces, se habían mostrado casi como caras de una misma moneda mientras que ahora, llevan caminos diferentes.

Esa separación no se provocó desde el exterior de Cataluña ni por supuesto, desde el Gobierno central, sino que se ha ido levantando ladrillo a ladrillo y cabe que sin consciencia plenaria de lo que intentan, como lo imposible de regresar a un pasado que dicen querer recuperar pero que no existió nunca, tal como cuentan que era y no fue y ahora quisieran que fuese.

Digámoslo sin reticencias: jamás tuvo Cataluña a lo largo de su historia entera, tantas potestades como las que le fueron reconocidas, gracias a las previsiones autonómicas de la vigente Constitución, más bastante más, desde luego, de las que le habían sido reconocidas por la Constitución de 1931 ni en ningún momento anterior, de su pasado histórico.

Siglos antes de su situación actual, Cataluña dependió de los reyes francos y después fue parte básica de la Corona de Aragón. Tras la desaparición de esta, se integró de lleno en el Estado español, compuesto territorialmente, de un poder general, de poderes regionales y de poderes locales, sin que ninguno de ellos dispusiera intrínsecamente, de potestad soberana o secesionista alguna.

El art. 1.2 de la Constitución vigente, señala de manera harto explícita que «La soberanía nacional reside en el conjunto del pueblo español, del que emanan, como consecuencia forzosa, los poderes del Estado», de todos ellos.

De ahí deriva la inviabilidad constitucional de lo que predica con escasa solvencia, el presidente de la Generalitat catalana, olvidando que como tal presidente, corresponde al de esa comunidad la dirección de su Consejo de Gobierno, la suprema representación de la respectiva comunidad y la representación ordinaria del Estado en ella, según prevé el artículo 152.1 de la Constitución. Y tampoco cabría olvidad que «una vez sancionados y promulgados los respectivos estatutos, solamente podrían ser modificados mediante los procedimientos en ellos establecidos y con referéndum entre los electores inscritos que tendrían que ser todos los de España, en el caso del que se habla, porque indudablemente, la modificación a todos los españoles afectaría.

Aunque en la Constitución vigente se cometió a mi juicio, un error o una previsión acaso querida pero equivocada, consistente en no haber establecido un mismo régimen de partida y desarrollo idéntico para todas las comunidades autónomas que pudieran constituirse, cabe asegurar que pese a ello, todas las comunidades disponen ahora de los mismos derechos y obligaciones sin excepción alguna que intentara hacerse valer en provecho particular de alguna de ellas.

A la hora de regular el acceso de cada región al régimen de autonomía, los partidos de ámbito estatal entonces prevalecientes (UCD y PSOE y también el PP, aunque este último con menor alcance inicial) sugiriera a sus militancias y sobremanera a sus diputados y senadores, que se olvidaran de momento, de las propias ambiciones de sus territorios y permitieran con sus votos las inicuas ventajas que UCD, PSOE, y también PP, fueron confiriendo sin rubor alguno a las regiones más ariscas. Fue una política más chapucera que reflexiva.

Constitucionalmente no existe jerarquía alguna entre las comunidades pudientes y las restantes que son tan repetidamente, ignoradas. Dios nos ampare si no aprendemos a defendernos mejor: el adjetivo de «sombrío» tendría más extensión que la de Cataluña. España nunca tuvo una Constitución federalista; nos atrasaría.