Solo conozco a unos cuantos de ustedes pero de un abstracto y remoto modo les tengo gratitud y respeto a todos: a los conocidos que me leen y a los que no -me refiero a los no conocidos que me leen y va de suyo que también respeto y agradezco a los conocidos que no me leen-, es más lo comprendo perfectamente, bastante tienen con escucharme como para tener que ojear también lo que voy escribiendo. Un importante profesor de mi especialidad, cuyo nombre omitiré por diversos motivos, diría que esa frase es una exhibición de buenismo por mi parte, como si lo viera. Se equivocaría. De las cosas que he ido aprendiendo con el tiempo, siendo a mi juicio el aprender uno de los principales sentidos de la vida, una es la de respetar. Eso de respetar resulta bastante fácil cuando se trata de personas cuyas ideas son parecidas o próximas a las propias pero, ¿a quién le llena lo fácil? Aprender a encontrar en la mirada del otro, cuyos objetivos o propósitos no solo son distintos a los míos sino que, de alcanzarlos, cercenarían los míos, se ha ido convirtiendo en necesario en este mundo nuestro poblado de teorías pero también de complejos y mentiras. La Historia, la de nuestro país y la de muchos otros, la de todos los otros diría yo, ha ido dejando constancia de que el camino más frecuentado cuando se ha dado esa circunstancia, la de tener que convivir con quienes piensan de otro modo, hablan de otro modo o rezan de otro modo, es el de acabar flirteando con la violencia. Ya saben, nuestro pasado reciente, nuestro agresivo presente está lleno de demasiados ejemplos. Pero este de hoy es el último artículo del curso y, aunque sea temporal, se trata de un «hasta pronto» -salvo que el destino nos tenga reservada alguna sorpresa- así que casi prefiero dedicar este pequeño espacio restante a otras cosas, dos en concreto. Una a hablarles de mí y la otra para hacerlo de ustedes. Ambas son un atrevimiento pero tengo excusa fácil: la despedida. En cuanto a mí, no solo me sirven sino que me apropio de las palabras que Miguel Torga incluye en «La creación del mundo» para justificar por qué un médico como él, ocupado en tareas realmente vitales en un país tan bello y paciente como Portugal, no podía dejar de escribir: «para encontrar la palabra justa en el momento preciso». También yo quisiera conseguirlo y ustedes, casi sin saberlo, me ayudan, por eso les decía que no se trata de buenismo sino de gratitud, que es exactamente lo que les debo. En su a veces tierna y a veces seca lucidez Torga dice que «el hombre solo se descubre descubriendo». Y eso me lleva a lo segundo: hay descubridores que lo son por lo que leen, otros por lo que escriben, pintan, componen o viven; tanto da pues, en todo caso, si no hay un descubrimiento de sí, sea vehemente o sosegado, no será posible llegar a ese estadio de entendimiento que acompaña al respeto del que al comienzo les hablaba. Y como tengo para mí que respeto es el mejor, si no el único, sinónimo de libertad, que no el de permisividad ni el de impunidad como ingenuamente algunos creen, les reitero mi respeto y deseo que sean todo lo libres que el verano les permita.

*Universidad de Zaragoza