Más o menos los que leemos y escribimos somos los mismos. Vargas Llosa dice que los lectores habituales caben en el Bernabéu. Una secta no muy numerosa y cada vez más insignificante. Tenemos comportamientos sectarios: por una novela seminal, malsana, obsesiva, capaz de abrirnos horizontes daríamos lo que fuera. «Cada vez más, la literatura me parece una enfermedad, un extraño virus que te lleva a cometer actos insensatos (como encerrarse horas con papel en lugar de hacer el amor con seres de piel suave). ¿Qué buscamos en los libros? ¿Acaso no nos basta con nuestra vida?» Eso se pregunta Beigbeder.

La Literatura ha marcado la historia de la humanidad. Con ella volvimos a Ítaca, Shakespeare nos desolló el alma, oímos la risa de Celestina y la retranca lúcida de El Lazarillo. Reflexionamos sobre la vida con un loco sensato, al que trasportaban en una jaula para ver si hallaban remedio a su locura; lo creo Cervantes, «más versado en desdichas que en versos». Rompimos convenciones con El amante de lady Chatterley, abordamos distopías en Un mundo feliz ó 1984, nos trasformamos en monstruosos insectos al despertar o visitamos los campos de castigo de Archipiélago Gulag, donde son recluidos los que se atreven a pensar. No hay pasión, asesinato, acto abnegado o locura al que no podamos acercarnos con la impunidad que procura la lectura, desde la fortaleza confortable de nuestro sillón orejero. Como dice Mainer, «lo que debemos pedirles a las novelas es que exploren por nosotros universos morales posibles».

Publico una novela y, por tanto, puede interpretarse este artículo como propaganda encubierta. Tiene toda la razón, deje de leer, lo estoy manipulando. Pero si pertenece a la secta de lectoescritores, continuará leyendo. La posibilidad de que una novela, la que sea, sorprenda, emocione y pasme (las tres condiciones que les exige J. A. Marina) convierte en adictiva su búsqueda. Como escritor me da temor defraudar a la secta, a la que pertenezco. Para esta novela he apilado la ambición, como debe ser. Aconsejaba García Márquez: «Para escribir uno tiene que estar convencido de que es mejor que Cervantes. Si no, acaba siendo peor de lo que es». He diseñado un artefacto con la finalidad de alterar la conciencia, como hace una droga, de tal manera que lo narrado sea más verosímil que la propia vida del lector. Sólo en ese estado, cuando el lector levanta la mirada de la página y apenas reconoce el entorno, ve su vida en perspectiva y realiza evaluaciones globales. Para hechizarlo con la narración, he diseñado dos historias amorosas. La primera es un triángulo, con sus tensiones: dos amigos enamorados desde la pubertad de una mujer excepcional, bella, pasional... Y sorda.

Sin embargo, la incertidumbre es consustancial con la escritura. ¿Funcionará la trama? ¿Enganchará al lector? El riesgo de la creación es orientarte en una noche ciega, no sabes si estás a un paso de la obra maestra o si has finalizado una novela banal y sin sustancia. Pero lo sigues intentando, porque el veneno de la escritura es adictivo. Cuando desfalleces, recuerdas la definición del escritor que hizo Camus y recobras el brío: «el que trasmite su subjetividad con tal emoción que vivifica al otro». Por cierto, no le he dicho el título de la novela. Realmente esto es propaganda encubierta