Ya en junio, días después de la tremenda sacudida de Palamós, el Real Zaragoza manejaba unos cálculos cristalinos. Necesitaba vender a Rico y a Cabrera, sus dos únicos futbolistas con cierto caché, y obtener al menos 1,5 millones de euros. Fue pasando el tiempo, porque el mercado va a la velocidad que va, tiene sus momentos para comprar y sus instantes para vender, y Diego y Lele no se movían. Hasta esta pasada semana, cuando la realidad, aquella cruda realidad de junio, atrapó las ilusiones y Rico cogió las maletas dirección a Leganés a cambio de un millón de euros. Mientras, Cabrera continúa en el escaparate con todas las luces enfocándolo a pesar de que Luis Milla no se cansa de reclamarlo para sí mismo a cada ocasión que tiene. Sigue en venta a pesar de los deseos del técnico.

Ese es el delicado estado de las cosas en el Zaragoza en su cuarto año consecutivo en Segunda, en el que los regresos de Cani y Zapater han salvado deportiva y emocionalmente un verano complejísimo. Por la ficha del ejeano a poco podría haber aspirado Juliá y por la del genio de Torrero, desde luego a alguien de muchísimo menor fuste. Esa ha sido la gran fortuna de este periodo crítico posterior a Palamós: que se diera lo que se ha dado al precio que se ha dado. Sin ellos dos, el panorama sería sombrío. Con ellos, todo es posible.