Cuento los años que han pasado desde el año 2002. Parece que ese año me queda más cerca pero la cercanía, a veces, es cosa de catorce años. Ese verano me fui de viaje con mi novio de entonces. Ese fue el primer verano del euro. No teníamos dinero, ni en pesetas ni en euros. Fuimos de camping. Estuvimos a punto de separarnos en la colocación de la primera piqueta de la tienda de campaña. El amor antes de Quechua. Si montar una tienda de campaña no nos había roto como pareja, nuestra relación sería irrompible. Eso pensé en ese momento. Eso se piensa cuando por tu pareja no han pasado los años, las discusiones o las afinidades que comienzan a desafinar. Comíamos sobres de pasta o cualquier otra cosa que se pudiera cocinar en el pequeño hornillo. La palabra cosa aquí está bien puesta. Lo que te llena el estómago puede no ser algo que se merezca ser llamado alimento. El otro día conté a un grupo de amigos cómo el único capricho de ese viaje fue comernos unas gambas a la plancha. Mi novio y yo llevábamos unos días mirando la carta del restaurante del camping como quien mira el cargo de presidente del Gobierno después de unas segundas elecciones. La última noche nos dimos el lujo de pedir media ración de gambas a la plancha. Tres gambas para cada uno. No nos llegaba para más. Después nos fuimos a nuestra tienda a matar el hambre con un bocadillo. Tomamos un café en un bar cerca de la playa. Estábamos en la Costa Brava. Nunca me he olvidado de lo que me costó un café con leche allí, ese café con leche del primer verano del euro en un sitio de playa: dos euros. Me acordaba de esto mientras entrevistaba hace unas semanas al escritor Juan Tallón. Contaba que él escribe para no tener que hacer cosas peores, para controlar los desastres que puede ocasionar si se dedica a algo fuera de la literatura. Ponía como ejemplo sus tiempos de camarero. Se retiró de la profesión cuando llegó la moneda común. Le costaba hacer el cambio de pesetas a euros y se quedaba varios minutos pensando. Con cada consumición, unos minutos de duda. Le salía muy caro a su jefe así que lo echó. Yo me quise ir de esa Europa que me hacía pagar dos euros por un triste café. Puse una reclamación porque yo sola no podía hacer un brexit. Ahora Reino Unido ha decidido salirse de esta Europa porque no quiere que entren más pobres. No se puede dejar pasar a quien no pueda pagarse unas vacaciones. Nosotros hemos votado para ver quién nos gobierna. Siguen pintando palos, bastos, como hasta ahora. Otro verano sin escapar de ellos. Y con este calor no se puede hacer la revolución, se quema. No entiendo la expresión irse de veraneo, como si se pudiera extirpar el verano a quien se queda sin vacaciones. A ver con qué llenan los informativos aparte de mujeres tomando el sol en tetas. Se me resiste ese viaje que quiero hacer pero unas gambas a la plancha no me las quita nadie, me vaya o me quede. Seguiré en esta columna. Buen verano.

Comunicadora