Es al filósofo y escritor francés La Bruyère (1645-1696), a quien se debe esta reflexión: “Nosotros, que somos tan modernos, vamos a ser antiguos dentro de algunos siglos”. Interesante aforismo por cuanto para el autor de Los caracteres, o costumbres de este siglo, la imagen, muy a menudo, está alejada de la realidad, de manera que el vivir de espaldas a ella, nunca reportará felicidad.

Nuestra sociedad occidental sigue definiéndose a través de la modernidad y del cambio continuo, hasta el infinito, siendo el propio camino la única meta. Y quizás sea por ello que (a diferencia de, por ejemplo, las sociedades africanas, que la estiman como un preciado tesoro), los europeos tendemos a contemplar la vejez (la última etapa de la vida), como un drama. Así, en no pocas ocasiones, surge en el seno de las familias el sentimiento de que las personas mayores no constituyen sino una pesada carga, y que el amor, cariño y cuidados que precisan las personas ancianas, exigen de una dedicación y voluntariedad, un deber ético y moral, que las nuevas generaciones cada vez se muestran más reticentes a asumir.

La anterior reflexión va acorde con lo expuesto por el recientemente fallecido filósofo polaco Zygmunt Bauman, quien en su libro La cultura en el consumo de la modernidad líquida, expone: “en nuestra sociedad, el escape es la iniciativa más difundida, y ahora, el deber del ciudadano/consumidor (cuya deserción se sanciona con la pena de muerte -social-), consiste en permanecer fiel a la moda y continuar estando de moda”.

En estos parámetros de tendencia social, difícilmente podrán surgir en nuestros días personas con la sabiduría y grandeza moral del aragonés San José de Calasanz (1557-1648), quien como escribe el antropólogo Miguel Ángel Millán en su libro Lo que podemos aprender de los fundadores: “Estando en 1597 en Roma [el santo de Peralta de la Sal], se metió en una faena considerada vil a los ojos de la sociedad y que le proporcionaría grandes sufrimientos; fue aquélla, la apertura de la primera escuela, (a nivel mundial), pública, popular y gratuita, especialmente dirigida a la infancia y la juventud de los estratos más pobres y humildes de la ciudad papal”.

Ahora, la obligatoriedad y gratuidad de la enseñanza son derechos generalizados en la práctica totalidad de países del mundo, pero siguen existiendo otros grandes problemas. Así, en nuestros días se detecta un preocupante comportamiento evasivo respecto al sufrimiento ajeno. Y mientras los políticos emplean sus esfuerzos y recursos públicos en la elaboración de artificiosos y prescindibles proclamas y programas, enteramente ajenos a las necesidades reales de la población, los grupos sociales más humildes, pobres e indefensos, son quienes (como siempre a lo largo de la Historia) más están sufriendo la carestía de la vida, así como la carencia y calidad de servicios públicos. Y por si fuera poco, son estos mismos sectores mayoritarios de la sociedad, los que más bajos salarios reciben por su trabajo.

La precariedad de servicios públicos es notoria en los campos de la educación y de la sanidad. De este modo, el hecho de que en los hospitales de muchas de las grandes ciudades españolas se siga constatando la existencia de enormes listas de espera (cuyos pacientes afectados no tienen otra alternativa que la de resignarse a sufrir y a esperar impotentes en sus casas), quizás debería empezar a considerarse también como una forma de violencia contra las personas -por parte de las distintos gobiernos políticos de los que depende su gestión-, por incompetencia manifiesta en el cumplimiento de sus obligaciones para con la ciudadanía.

¿Y acaso no es también una forma de violencia, quizás la mayor de todas, el silencio? Es el mal que Martin Luther King definió como “el silencio de los buenos”. Es el silencio una actitud tóxica que contamina las relaciones humanas, en virtud de la cual la pusilanimidad, cuando no la falsa compasión, es la respuesta que se esgrime frente a tragedias que están sucediendo a tiempo real, detrás de la comodidad y bienestar que nos otorgan los invisibles (o no) muros, de nuestras fronteras.

Por cada minuto en las noticias sobre el congreso de Vistalegre, o sobre las primarias en un partido, o acerca del último gol de un jugador cuya nómina mensual no superarían miles de españoles juntos en un año, apenas veinte segundos para informar sobre los últimos muertos en el Mediterráneo, en su desesperado intento por llegar a Europa, huyendo de la miseria y la guerra.

Así, y sin ser siquiera consciente de ello, nuestra sociedad del bienestar está haciendo de los sectores sociales más desfavorecidos, así como de los países pobres de nuestro entorno, lugares de desecho, a la vez que de provecho, necesarios e imprescindibles para nuestra confortable existencia.

*Historiador y periodista