En realidad, el año comienza hoy, en la duodécima jornada después de la Navidad, en la Epifanía, una palabra que proviene del griego antiguo epifaneia y que, dicen, significa manifestación, aparición de lo divino. Pero más allá del sentido religioso, que conmemora la llegada de los tres magos a Belén, el término tiene otra acepción más interesante: la epifanía es un golpe de intuición, la revelación en un relámpago del sentido profundo de los acontecimientos. Un flash, un despertar súbito. Más o menos como le sucedió a Arquímedes cuando observó que el peso de su cuerpo era igual al peso del agua que había rebosado de la tina en la que se estaba bañando y se lanzó por las calles de Siracusa al grito de eureka, eureka. O como cuando a Newton le cayó una manzana sobre la cocorota y descubrió la ley de la gravedad. Los demás tenemos que conformarnos con epifanías más sencillas. Son esos pequeños descubrimientos, esos instantes en que uno se detiene y comprende quién es, qué ha hecho o dejado de hacer, adónde va y qué sentido tiene estar vivo. Momentos de luz. Hace escasos días un amigo me obsequió con uno en la forma de un e-mail. El amigo, que atraviesa un mal momento por culpa de la maldita crisis, nos felicitaba el año a varios con un correo que, en lugar de pensamientos prˆt-à-porter, empleaba palabras renovadas, como esfuerzo, vocación, bondad, curiosidad, sabiduría, solidaridad... "Ciertas cosas ni se compran ni se venden --concluía el mensaje--. Porque el dinero no puede comprarlo todo, ni la crisis puede llevarse por delante las cosas que de verdad nos hacen personas". Hay momentos de luz en que uno comprende que el coraje y el optimismo son los más extraordinarios talentos humanos. Felices epifanías. Periodista