La educación de los hijos nunca ha sido una tarea fácil para los padres, al menos para aquellos que se toman en serio tal misión. Antaño, casi la totalidad del trabajo recaía sobre las madres, verdadero ángel familiar con dedicación exclusiva, en tanto que se reservaban para la figura paterna someras labores de autoridad y control. Pero hoy las cosas han cambiado merced a la incorporación de la mujer al mundo profesional, lo que también ha llevado implícito un detrimento de la crianza cuando la sobrecarga de funciones deviene insuperable y el resto de la familia no aporta su obligada contribución. En resumen, que hoy los peques tienen más fácil hacer de su capa un sayo, lejos de la mano firme que antes los instruía en el ejercicio de la libertad responsable.

Las amistades han ejercido siempre una enorme influencia en el comportamiento de los adolescentes; obviamente, las malas compañías engendran nefastos influjos, lo que unido al descontrol paterno genera un entorno proclive a que hábitos y pautas ominosas se extiendan con particular virulencia. Es el caso de la drogadicción, cuya puerta de entrada se abre a edades cada vez más tempranas, incluso más propias de la niñez que de la adolescencia, causando gravísimos estragos en cuerpos en pleno desarrollo, nada preparados para afrontar tal ponzoña, y lo que aún es peor, efectos degenerativos en el cerebro y, por ende, ineludiblemente, en la personalidad. A veces, el arraigo y tolerancia social hacia determinadas sustancias, como el alcohol, favorecen también su consumo y ponen en riesgo de naufragio cualquier medida preventiva que se pudiera adoptar. Tal vez pueda resultar difícil saber qué hacer, cómo abordar este problema, cuál es la solución... pero mirar hacia otro lado siempre será una mala praxis. H *EscritoraSFlb