En el tiempo la realidad precede obviamente a las palabras y los nombres a las cosas de que hablamos, aunque también es cierto que en la historia se hacen algunas cosas hablando pero eso no es lo normal. Por ejemplo, antes de que existiera la tolerancia en Europa había en Europa tolerancia y su contrario. Y antes que se inventara la palabra genocidio se exterminaba a los otros pueblos y a las otras razas aunque puede que nunca como se hizo en el siglo pasado. Por cierto, esa palabra la inventó un judío polaco que escribió en l944 un libro titulado El Gobierno del Eje en la Europa ocupada. Estoy hablando del jurista Rafael Lemkin y de su libro editado en inglés por la Universidad de Columbia de Estados Unidos. A partir de entonces se introdujo esa palabra, que viene del griego y del latín a partes iguales, en el lenguaje del derecho internacional.

Pero como decía, mucho antes de que se nombrara algunos practicaban el genocidio y exterminaban a los otros solo por eso: porque ellos, los otros, no son como nosotros. En muchas lenguas el gentilicio de la nación que las habla coincide con el que se da en general a los hombres. No porque ellos se consideren como cualquier otro que lo sea, ni más ni menos, sino porque solo ellos --eso piensan-- lo son por antonomasia y los otros apenas. De ahí también que los griegos llamaran bárbaros a los otros que no entendían y pensaban, en consecuencia, que eran algo así como los pájaros que parlotean un "bara-bara" salvaje fuera del mundo habitado por los humanos.

El genocidio no es un crimen para los genocidas, sino la consecuencia de una identidad exaltada que se siente amenazada por los otros a los que considera infrahumanos. Y a los que se mata como alimañas sin ningún escrúpulo. Descalificados como humanos, ya se les puede matar como animales. Esa es una identidad contra los otros, a los que excluye y de los que se defiende.

Pero hay otra identidad que se construye frente a los otros, que se reconoce ante ellos como un nosotros pero no sin ellos: de la misma manera que no hay yo sin tú no hay nosotros sin vosotros. Una identidad así entendida nos constituye como personas, salva las diferencias, hace posible el diálogo y el camino: podemos hablar, tenemos que hablar, podemos compartir los recuerdos, el pan y la conversación, nos aproxima, nos convierte en compañeros, solitarios singulares y solidarios universales, más deferentes que adversarios y nunca por supuesto enemigos.

El derecho a la diferencia personal o compartida, a la identidad personal o colectiva, no solo es compatible con los derechos humanos que son universales e individuales, sino con el género humano o la humanidad entera sin fisuras ni exclusiones. Qué digo compatible, es en ambos casos absolutamente necesario. Solo el miedo ante los otros o a caminar con los otros hasta ser todos nosotros como hermanos nos aleja de casa y nos mete a cada cual en su agujero: llámese individualismo radical y entonces en la piel de los propios intereses que no se comparten con nadie, o en el corral de un solo rebaño para un solo pastor que lleva a las ovejas al matadero.

La xenofobia, el miedo a los que no son como nosotros, nos deshumaniza y nos embrutece. Nos quita el don de la palabra que nos hace humanos. La boca solo sirve ya entonces para comer, acaso para gritar pero no para hablar. Y los oídos apenas para escuchar y, acaso, para oír aunque también nos quedamos sordos con tanto ruido y falta de atención. Cada uno a su bola, o todos detrás de la pelota con su equipo o con la misma camiseta. Y menos mal si todo se queda en eso, en una competición. Lo malo, lo peor, es que tenemos miedo a los otros y les negamos el pan y la palabra: les hacemos la guerra y nos la hacen. Los hinchas son más y más peligrosos que los que juegan.

He pasado unos días en el pueblo este verano. Y al pasar por la acera de la calle donde vivía he observado, una vez más, que el perro de todos los años u otro cualquiera en su sitio, me ladraba sin verme desde detrás de la puerta del corral que defiende. El que no es pastor en este mundo --quiero decir, carnicero, que eso es un pastor en la economía real-- de no ser una oveja que no se entera de nada quiere ser al menos como el perro que ladra a los extraños. Si no aprendemos a convivir terminaremos todos llevando una vida de perros... o de ovejas. Menos unos pocos que son ya los más brutos.