En octubre del año pasado me detectaron un cáncer de pulmón con metástasis. Llevo algo más de seis meses de tratamiento. No era fumador. Se debe a una mutación que supone el 1% de este tipo de tumores. Así es la vida. Me despierto por la mañana y pienso, bueno, un día más. Seguimos. Cada instante es una bendición. No dejo que la enfermedad me pare. Hago todo menos trabajar y correr. Cuando me detectaron el tumor preparaba mi primera maratón. Pero el miedo siempre aguarda agazapado, miedo a la muerte, al sufrimiento; a las lágrimas de mi madre, que me dice que es ella la que quiere tener el cáncer. Resulta agotador el mensaje bombardeado sin cesar sobre la valentía, la lucha, de tal o cual persona muerta tras una «larga enfermedad».

Tengo la sensación de que la sociedad le exige al enfermo que se encuentre genial, que siempre tenga una sonrisa en la boca, que muestre una fortaleza a prueba de bomba. Es una forma de protegerse, de ocultar la realidad; se precisan héroes y ni siquiera somos capaces de pronunciar la palabra cáncer. No soy ningún luchador, ni un guerrero, ni nada por el estilo. Me he puesto en manos de la maravillosa sanidad pública y del doctor Ángel Artal. Aprovecho cada día a mí manera; cada conversación con los amigos; cada momento que paso con mi familia, con mi pareja. Vivo. No soy ejemplo de nada, ni un modelo a seguir. A veces tengo miedo, y lloro. Y sigo adelante. Vivo cada instante. No pidan más. El otro día el dentista me preguntó si era alérgico a algo. Le dije que al cáncer.

*Periodista