Uno puede preguntarse por qué algunos políticos mienten, hinchan sus currículos, hacen trampas con descaro y se niegan a asumir sus responsabilidades. Tenemos una élite política cuya concepción del poder es patrimonial. Por no decir feudal. No es de extrañar la desvinculación creciente que existe entre ciudadanos y representantes públicos. Casi siervos y señores, por seguir con el símil. Entienden el ejercicio de su actividad como un cúmulo de privilegios que les han sido dados y a los cuales no tienen que renunciar porque son suyos. Ese comportamiento, fraudulento para el común de la calle, a ellos les parece lo normal. Llevan tiempo haciéndolo de forma impune, simplemente porque podían. Nadie les pedía cuentas. Esa forma de ocupar puestos de responsabilidad depredadora ha caracterizado a una generación de políticos, que está llamada a desaparecer. Pero deja tras de sí, una rastro de descrédito y desconfianza no solo en ellos mismos como clase política, sino en las instituciones e incluso en la democracia. A nadie puede extrañarle el desánimo que cunde entre la ciudadanía ante casos como el de Cifuentes.

Corrupción llevada a su extremo más miserable; del privilegio más rancio, del enchufismo, del favor por el favor, del reparto del pastel entre los más poderosos. Es la vieja política en su sentido más caciquil. El tiempo de la impunidad debe terminar para los que creen que lo que es de todos les pertenece, que pueden hacer y deshacer sin rendir cuentas. La nueva política debería empezar por ahí.

*Periodista / @mvalless