Por supuesto, los más fieles adeptos a una ideología o a una marca electoral ven la paja en el ojo del adversario pero no una viga en el de su partido. Así, conservadores y socialistas se tirotean usando como munición supuestas contabilidades que cada cual ha hecho... de las tropelías del contrario. ¿Es más voluminoso, en dinero e imputados, el caso ERE o la Gürtel?, ¿hubo más corrupción en Valencia, en Andalucía, en Cataluña o en Madrid? ¿Y Aragón, qué? La derecha suele presumir de que aquí la mayoría de las cochinadas han corrido por cuenta de gente del PSOE. Salvo La Muela, ¿no? Pero... ¿acaso no cabe la sospecha de que lo de La Muela o lo de Plaza, amén de otros asuntillos menores, no son sino la parte visible de un sucio iceberg que esconde mucho más bajo las oscuras aguas del control político, social y mediático? ¿Y con la CAI?, ¿qué pasó con la CAI? ¿Eran socialistas los altos responsables de la entidad?, ¿y los empresarios que obtuvieron créditos de alto riesgo? ¿y los que vendieron a dicha caja negocios que no valían un chavo, obteniendo beneficios tan fáciles como estupendos?

Tan absurdo pulso poco puede consolar a la ciudadanía que siempre es pagana, sea por cuenta de unos o de otros. Pero hemos de acostumbrarnos a que las dobles o triples varas de medir formen parte de una pelea entre argumentarios que los partidos han conseguido exportar a los analistas, tertulianos, expertos y comunicadores de toda condición. Fíjense no ya en lo de la corrupción, sino en cómo se caracterizan los fenómenos globales políticos o económicos. Un referéndum sobre Europa, por ejemplo. Si lo hacen los izquierdistas griegos, es un desatino inaceptable. Si lo hacen los conservadores británicos es una maravilla... tan maravillosa que además permite a Cameron chantajear a la Unión Europea (para pasmo del pobre Tsipras). Sobre Escocia y Quebec mejor no insistir.

Ahora, el juego de las vigas y las pajas incluye a quienes acaban de estrenarse. El objetivo es claro: imbuir en los votantes la idea de que todos los partidos son igual de guarros. Y que nadie se ponga exquisito.