El virus del ébola ha llevado a nuestra mente la trágica indigencia de los desheredados del mundo. También nos ha recordado la labor humanitaria que buenos samaritanos desarrollan en el África remota, con grave riesgo para sus vidas. Pero, tras décadas de existencia, el ébola solo nos ha angustiado cuando se ha presentado aquí, en la puerta de casa. Y aun entonces, sucesos marginales como el destino de un perro expósito han acaparado un protagonismo inaudito.

Quizá por familiaridad, el virus de la pobreza nos parece menos temible, a pesar de su increíble potencial de contagio y su inmensa capacidad para devastar el tejido social. Tanto en nuestro país como en los que giran en la órbita de la acomodada cultura del consumo, la brecha entre ricos y pobres tiende al infinito, al abrigo de una crisis que se ha distinguido por fortalecer a la clase pudiente y corrupta a costa del sacrificio de millones de ciudadanos desprotegidos.

El virus de la pobreza suele inocularse en compañía del de la codicia y del de la hipocresía; por ello, sus efectos se multiplican y dan lugar a estridentes secuelas, tal como amnistías fiscales, increíbles condonaciones e inauditos derroches, en flagrante contradicción con un mínimo espíritu de justicia. Lo dicen los datos con inapelable elocuencia: el gasto en la cesta de la compra prosigue un inacabable descenso en paralelo a la reducción de los ingresos familiares, mientras que el dispendio en productos suntuarios y de lujo no para de crecer. Entre tanto, abandonadas a su suerte, o con más precisión a su mala suerte, miles de familias agonizan anhelando una vacuna milagrosa, a la par que contemplan abatidos cómo se cierra puerta tras puerta a los más vulnerables.

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