Esa madre de una hija que ya no está, que ya no estará. La voz desesperada de la mujer que vino a interrumpir los festejos, que se coló en todas las sobremesas, entre las conversaciones insustanciales y el tedio de los reencuentros familiares. Una voz que pedía explicaciones de forma muy clara, rota por el dolor pero de una lucidez aterradora: ¿qué hacía la policía? Preguntó. ¿Qué han hecho las fuerzas de seguridad para proteger a su hija de 20 años? Y contó con precisión la secuencia funesta: que la chica sufrió malos tratos durante dos años sin que los padres supieran nada, que finalmente había denunciado al compañero que ya no lo era y ese mismo día la policía tenía que arrestarlo.

Exactamente qué sucedió entre la denuncia y el accidente, supuesto accidente, en que el chico estampa el coche contra la gasolinera con la hija de esa madre al lado y acaba con la vida de ambos? Lo que no había, dicen las noticias que hablan de los hechos, eran signos de frenada, de modo que más que un accidente pudo ser un asesinato-suicidio, todo simultáneo. El odio tan ancestral, tan feroz, resuena en todas nosotras. Aunque me tenga que matar, te mato. Aunque tenga que pagar el precio más alto, prefiero dejarte sin vida que sigas viviendo sin mí.

Tenemos la ley adecuada, campañas, información, profesionales expertos en la materia, juzgados contra violencia de género, medios que tratan a las víctimas de forma muy distinta a como lo hacían hace años. ¿Qué falla? Es evidente: fracasa la prevención, la protección de la mujeres en peligro. Y así nos sentimos, de nuevo, condenadas a un destino que parece inevitable. Que no siempre se puede hacer algo. Eso que se lo digan a la madre que nos interpelaba el día de Navidad. Que se lo digan a las madres y a los hijos de todas las asesinadas de este año y el anterior y el otro. Y cuéntale a tu hija pequeña que las matan, simplemente, porque son mujeres.

*Escritora