Hace unos días viajé a Madrid en tren. Iba en el vagón 18, llAmado Coche en Silencio. Sí, ya sé que adivinan por dónde van los tiros, pero esperen, por favor, unas líneas más. En efecto, sí, una señora (es un decir) nos puso a cien a todos los viajeros del vagón porque, mientras unos salieron a la plataforma para llamar con sus móviles, y otros musitaban en sus conversaciones, la señora se empecinó en hacernos a todos partícipes de su conversación, muy clasista, por cierto (hablaba con su madre sobre la asistenta).

Podríamos quizá hacer una reflexión caritativa y pensar que, en realidad, la pobre mujer hablaba de tal modo porque era parcialmente sorda. Pero, analizado con atención, no se trataba de un problema de volumen sino, más bien, de tono, de timbre y de prosodia (melodía). Era el modo de usar la voz y no tanto los decibelios lo que creaba malestar a su alrededor. Se trataba de una voz bronca, recriminatoria, autoritaria, rancia, en suma. La voz. Aquí quería llegar.

¿SE HAN DETENIDO a pensar qué importante es para nuestra comunicación, pública y privada, saber manejar de modo adecuado esa herramienta portentosa que es la voz humana? Cuando se menciona el importante papel que desempeña la voz como mecanismo de comunicación, tendemos a pensar que la relevancia de ese instrumento comunicativo de primer orden atañe estrictamente a los personajes públicos: actores, políticos, hombres y mujeres directivas con proyección pública, científicos y científicas presentes en los medios audiovisuales (estos, menos; ellas, casi testimonialmente) y, sobre todo, periodistas de radio y de televisión.

Pero, no; qué va. Usar la voz de manera reflexiva y conveniente es igualmente importante para todos nosotros, ciudadanos corrientes. Lo es, claro, en nuestras comunicaciones en público, cuando participamos en una reunión (aunque sea la de escalera --estas suelen ser las más difíciles--) o presentamos un proyecto a un grupo, etcétera.

Y lo es igualmente -quizá más- en nuestras interacciones privadas, cuando hablamos con nuestra pareja, hijos, familia, nuestros amigos y colegas. El modo de usar nuestra voz puede ayudarnos a resolver conflictos, a invitar a los demás a la cooperación amable…

O, por el contrario, nos puede llevar a crear situaciones tirantes, a perder la confianza de los demás y a resquebrajar relaciones.

LES PROPONGO a continuación un par de experimentos para tomar plena conciencia de cuánto nos jugamos con el uso (in)debido de nuestra voz. Pueden hacerse mentalmente en silencio. El primero: pruebe a decir una frase tan breve y cotidiana como «Buenos días» de tres modos diferentes: (a) con voz de «Hoy es viernes y hace un día precioso. ¡Olé!»; (b) con entonación de «¡Qué pocas ganas tenía de encontrarme contigo, joder!», y (c) con el ánimo de transmitir «Todo va arreglarse; ya verás». ¿Han percibido los extraordinarios cambios comunicativos que se producen en las tres versiones del saludo, únicamente alterando la forma de usar su voz?

Segundo. Cerremos los ojos y recordemos una voz que nos atrae, amable, clara, confiable. Sí, todos conocemos a nuestro alrededor personas de cuya voz el conjunto armonioso de timbre, ritmo, tono y modo de articulación nos resulta agradable y solvente. Sus portadores nos merecen confianza, les concedemos credibilidad. Y ahora evoquemos una voz odiada en alguna ocasión. No necesariamente la persona, sino cómo usó alguna vez su voz, como arma de descalificación, de menosprecio, ira, descontrol u hostilidad.

En mis seminarios sobre comunicación, a menudo pregunto si alguien reconoce la siguiente frase como parte de una discusión de pareja: «No. No ha sido lo que me has dicho lo que me ha dolido. Ha sido cómo me lo has dicho». Y el 90% de los participantes asienten con la cabeza mientras sonríe con autorreconocimiento.

LA CALIDAD DE la voz es la gran olvidada en la comunicación. Y no se trata tanto de un regalo o un castigo genético, es decir, que no podamos tener ninguna capacidad sobre su mejora para convertirla en una herramienta que nos represente con solvencia.

Se trata, sobre todo, de que podemos (y nos conviene hacerlo) prestar atención a la capacidad de la voz para poder herir o irritar o, por el contrario, para invitar a la cooperación, para alentar y serenar a nuestros interlocutores (y también para seducirles, ¡qué duda cabe!).

Usted tiene consigo un arma potentísima de seducción o de repulsión. Vale la pena ser consciente de ello.

*Catedrática de universidad