Que el horrendo destino de casi mil personas en el Mediterráneo se haya colado informativamente entre los supuestos pecadillos de Rodrigo Rato y otros compañeros de partido, los lances de la precampaña o el siempre preocupante estado de salud de Messi y Ronaldo evidencia que, de vez en cuando, la tragedia ajena todavía supera nuestros cada vez más altos umbrales de estupefacción. Y está bien que así sea, porque a este paso corremos un riesgo serio de inmunizarnos incluso ante catástrofes de esta dimensión. También lo está que a ese sentimiento le sigan otros de impotencia e indignación, al constatar lo inoperantes que han resultado, hasta ahora, las políticas comunitarias en materia de inmigración. A expensas de ver cómo responde una Europa que habría de morirse de vergüenza por la fosa común que son sus mares del sur, cabe recordar que hace muchos años el primer mundo adquirió un compromiso para ayudar a los países más pobres. Que las administraciones públicas destinen el 0,7% de sus cuentas a la cooperación al desarrollo puede resultar más efectivo --y más barato a la larga-- que el control de fronteras. Así lo constatan las organizaciones humanitarias que trabajan sobre el terreno. Entre otras razones, porque la historia demuestra que nada frena a la miseria y al hambre. Ricardo Álvarez, presidente de la Federación Aragonesa de Solidaridad, denunciaba hace poco que en la comunidad, como en el resto de España, tampoco cumple nadie con el 0,7%. ¿Y si probamos? Periodista