Los atentados cometidos por terroristas islamistas en París o Copenhague han puesto de manifiesto el riesgo que, para nuestras libertades y modelo de convivencia, supone la creciente amenaza del fundamentalismo yihadista, de los defensores de la "guerra santa", la versión más radical, violenta y cruel del Islam. Ante esta situación, si durante el s. XX la amenaza para la libertad y la democracia procedió del fascismo, en este nuevo siglo, el peligro que se vislumbra cada vez con mayor nitidez es lo que el historiador Antonio Elorza ha denominado "yihad global". Es por ello que los más exaltados partidarios del radicalismo islamista pretenden lanzarse al asalto de Europa, empezando por la recuperación de Al Andalus. La escritora judía británica Bat Ye'Or, advertía recientemente del riesgo de un fatal destino islámico para Occidente, convertido, según ella, en "Eurabia". Pero, pese a estos funestos vaticinios, pese que el Estado Islámico (EI) ha amenazado a Occidente con que "esclavizaremos a vuestras mujeres, conquistaremos vuestra Roma y destruiremos vuestras cruces", esto no deja de ser un delirio fanático, a pesar del riesgo latente de sufrir atentados sangrientos y dolorosos, como nos recuerda la memoria trágica del 11-M de 2004.

Pero si Occidente está amenazado, mucho más grave y sangrante es la situación en aquellos países y lugares donde Al-Qaeda o el ISIS, ahora EI, se han hecho fuertes como es el caso del norte de Iraq y Siria (donde han establecido un califato con capital en Raqqa liderado por Al-Bagdalí), Yemen, Libia, Nigeria o el Sinaí. De este modo, en el mundo musulmán se está produciendo una auténtica guerra civil entre el yihadismo radical y los seguidores de otras interpretaciones religiosas, sociales y políticas del Corán.

En este sentido, la caldea Pascala Warda, exministra iraquí, era rotunda al afirmar que "el Estado Islámico quiere aniquilar al cristianismo y a todas las minorías" y, por ello, el yihadismo "es un movimiento internacional de terrorismo que necesita soluciones auténticas internacionales".

En las zonas bajo control yihadista se cometen actos de violencia extrema (degollamiento de rehenes o el brutal asesinato del piloto jordano Maaz al-Kasasbeh), crímenes que, con el hábil manejo de la propaganda del terror a través de las nuevas tecnologías han producido un importante impacto emocional en el mundo civilizado. De este modo, los yihadistas han seguido las consignas de Abu Bakr Nayi, autor de una siniestra obra titulada Guía de la ferocidad en la que instaba a los guerreros de Alá a aplicar una violencia excesiva para disuadir a los enemigos del Islam, a difundir las ejecuciones de estos, y a atacar a los infieles en cualquier lugar. Todo ello ha producido un cóctel explosivo en el que se aúna la mentalidad teocrática, fanática y medieval del yihadismo, con la utilización por parte de estos de la tecnología y el armamento del s. XXI para impulsar su particular "guerra santa".

Ante la amenaza yihadista no hay una solución clara ni tampoco fácil. En consecuencia, sería peligroso lanzarse a una "cruzada antiislamista", a una nueva guerra sobre el terreno, una vez vista la experiencia de lo ocurrido en Afganistán y, sobre todo en Iraq, aunque tampoco se deben descartar acciones puntuales y ataques aéreos como la pasada intervención francesa en Mali de 2013. De todas formas, la opción armada supone una espiral arriesgada por las consecuencias que genera en la zona de conflicto y, también, porque puede fomentar un preocupante auge de los partidos racistas e islamófobos, como está ocurriendo con la aparición de Pegida en Alemania. Tampoco parece el mejor camino en las actuales circunstancias el bienintencionado ideal de la Alianza de Civilizaciones ni la inhibición ante la amenaza yihadista.

El problema de fondo sigue siendo el mismo que el que se produjo en Afganistán e Irak: se derrotó militarmente a los talibales y al dictador Saddam Hussein pero se fracasó a la hora de establecer posteriormente instituciones auténticamente representativas en dichos países dado que no existía una cultura ni unos dirigentes democráticos para esta nueva etapa pues, como señalaba Elorza, "el Islam está habituado al autoritarismo". Por ello, la respuesta al desafío mundial que supone el yihadismo, es muy complicada puesto que Occidente, tras años de apoyar por motivos geoestratégicos a regímenes musulmanes dictatoriales (desde el Irán del Sha, la Libia de Gadaffi o la autocracias de Egipto y Marruecos) o a monarquías corruptas como la de Arabia Saudí, tras librar las guerras de Afganistán e Iraq, ha sido incapaz de asentar en el mundo musulmán gobiernos de signo democrático. Este gran fracaso, este vacío de poder es el que ha favorecido el arraigo del yihadismo en amplias zonas de Oriente Medio y África con las consecuencias de todos conocidas. De cómo encare Occidente esta amenaza, dependerá en gran medida el futuro inmediato del mundo musulmán y también nuestra civilización occidental, surgida de la síntesis de tradición judeo-cristiana, las ideas de la revolución liberal y de las conquistas sociales logradas por el movimiento obrero socialista, cimientos de nuestra sociedad libre y democrática.

Fundación Bernardo Aladrén