Mientras se celebraba el Día Mundial por la Libertad de Prensa (3 de Mayo), muchos periodistas debíamos lidiar con nuestras propias aprensiones porque esa libertad que nos es imprescindible va de capa caída, y no hay informe o análisis que no detecte el repliegue de la información crítica y veraz en todo el orbe. Quienes más proclives somos a escuchar opiniones ajenas y a cavilar sobre ellas, damos por hecho que todo cambia muy deprisa y de manera muy radical. La comunicación es, precisamente, una de las actividades más sujetas a transformación y eso nos está dejando fuera de cacho a mis colegas y a mí.

El problema esencial es que vivimos en una sociedad global donde ya no hay buenas opciones ni causas justas ni al menos esa ilusión que impulsa a tomar partido pensando no sólo en lo correcto sino también en lo positivo. Los periodistas hemos de describir, por el contrario, un universo dominado por los malos y los peores. Así, aquellos se convierten en una alternativa tan necesaria como dudosa. Yo, por ejemplo, entiendo muy bien a quienes se llevan las manos a la cabeza al comprobar que la gauche de Mélenchon se inclina por votar en blanco para no apoyar al sistémico Macron contra la fascista Le Pen. Porque esta quiere romper las reglas democráticas, utilizando la mentira para esconder sus intenciones autoritarias y seducir a los sectores más amenazados, más vulnerables, más rurales y más incultos del pueblo francés. Entonces resulta impresindible elegir al social-liberal, aunque, ojo, lo que propone también está repleto de espejismos, trucos visuales y un sutil control de los contrapoderes (medios de comunicación incluidos).

Queda el consuelo de saber que Europa aún es un escenario aceptable (un periodista español, por ejemplo, está muy lejos de las terribles zozobras que agobian a su homólogo mexicano). En Siria, sin embargo, no hay salida: si eres chií o cristiano acabarás luchando en las filas de Assad; si eres sunní, en las de la yihad. Aquí siempre nos queda un Macron como mal menor. No comparen.