La villa de Alquézar se levanta a la sombra del imponente peñón de la colegiata de Santa María, en las estribaciones de la sierra de Guara. Está formada por dos calles en suave curva en las que se apiñan rústicas casas de tonos ocres que miran al sur y se doran al recibir el sol de la tarde. Nada rompe la armonía de este recoleto conjunto que, desde marzo del 2015, figura en el selecto club de los pueblos más bonitos de España.

«Desde hace décadas, no se construyen casas más que en los solares donde hubo o hay edificaciones, y tampoco se permite levantar granjas y naves en las inmediaciones del pueblo», subraya José María Cabrero, cura de Alquézar y de otras quince pequeñas localidades del Somontano de Barbastro.

Ese respeto continuado a su esencia urbana y a su entorno le valió entrar recientemente en la exclusiva lista de los 500 pueblos más bonitos del mundo. Un título que, unido al nacional, explica que la antigua y musulmana al-qásr reciba cada año más visitantes, según apunta su alcalde, Mariano Altemir.

Pero la fama de Alquézar no es reciente. Desde los años 60 del pasado siglo, esta pequeña localidad de 300 habitantes ha sido el punto de referencia de los aficionados al barranquismo. «Fueron los franceses los que descubrieron la sierra de Guara para practicar deportes de aventura», explica Cabrero.

No en vano, un tramo del cañón del río Vero ciñe el pueblo y la colegiata por el este. Y aunque Alquézar se halla realmente a los pies de la sierra de Sevil, su término está integrado en el Parque Natural de la Sierra y los Cañones de Guara, creado en 1990.

Se trata de un enclave montañoso del Prepirineo oscense que se caracteriza por la abundancia de desfiladeros y barrancos, un medio en el que proliferaron las cuevas y refugios con arte rupestre, muchos de ellos alcanzables a pie y en coche desde Alquézar. Destacan los conjuntos de Quizáns y Chimiachas, de las Mallatas y del Trucho y Arpán.

Con todo, la estrella de Alquézar es la colegiata, que se levanta sobre una fortaleza o alcázar musulmán del siglo IX del que nada queda pero que dio nombre a la población y a la famosa leyenda de la peineta. La propia colegiata, levantada entre murallas y protegida por dos torres defensivas, es hoy un conjunto heterogéneo en el que hay elementos del románico, del gótico y de siglos posteriores, hasta el XVIII.

«La colegiata recibe en torno a 50.000 visitantes al año», señala el cura de Alquézar. «A los que suben hasta aquí no solo les gustan el claustro y las pinturas románicas, también disfrutan mucho con el panorama que se divisa», añade. El tesoro artístico incluye también el retablo mayor, el órgano barroco y la talla del Santo Cristo de Alquézar, fechada entre los siglos XII y XIII, en la transición del románico al gótico.

Situada a 120 metros sobre el río Vero, permite ver el pueblo, que se construyó a sus pies a partir de la Reconquista, la iglesia parroquial de San Miguel arcángel y algunas de las cinco ermitas situadas en los alrededores.

«Desde arriba se ve cómo las casas de diferentes calles están unidas unas a otras con habitaciones voladas, hasta el punto de que siempre se ha dicho que se podría ir de una punta a otra de Alquézar sin bajar a la calle», apunta José María Cabrero.

El pueblo es el resultado de la mezcla de tres elementos que aparecen en mayor o menor proporción en todas las construcciones: la piedra, el ladrillo y el adobe. «Llama la atención que las casas tengan un nombre relacionado con un oficio, ya sea el de jabonero, el de espartero o el de zapatero», cuenta el sacerdote.

Sin embargo, durante mucho tiempo, además de agricultores, gran parte de los vecinos de Alquézar fueron arrieros, los transportistas de la época anterior a la llegada de los vehículos de motor.

«Dada la situación de la localidad entre la tierra llana y la montaña, llevaban trigo, patatas, aceite y otros productos de un sitio para otro», asegura.