Enterradas las sensaciones, un concepto que abriga una considerable ambigüedad si no va acompañada de buenos resultados, por los pasillos del Real Zaragoza se celebra el funeral de la paciencia, ese tiempo que se solicitó desde todos los ámbitos para conocer la verdadera dimensión de un equipo remodelado de arriba a bajo incluyendo el banquillo. Con 15 jornadas celebradas hay suficiente información como para sacar conclusiones de relevancia, entre ellas que la plantilla compite minutos y no partidos y que Natxo González trabaja en un modelo defensivo imposible para la naturaleza de los jugadores que dirige. El técnico ha quedado expuesto por algunas decisiones de autor muy mal digeridas, rotaciones y cambios en la alineación que han confundido a un equipo de por sí ya inestable mental y deportivamente. A Natxo, además, se le nota afectado porque la asignatura que imparte resulta incomprensible para sus alumnos. "Este proyecto va a acabar fantásticamente", dijo tras la zurra recibida en Almería. Si el objetivo es la salvación, nada que objetar a su corazonada; si se refería al éxito en empresas mayores, la premonición suena a chunga. Como la directiva, cuya invisibilidad sí que es fantástica, tampoco ha establecido las coordenadas de este proyecto, resulta difícil saber si el Real Zaragoza ha entrado de lleno en una crisis o transita por un proceso consustancial a su tierna constitución.

La actualidad, la lamentable imagen ofrecida en los Juegos del Mediterráneo, impera sobre todas las cosas. Se venía de una afortunada victoria sobre el Rayo Vallecano y de una debacle histórica en El Alcoraz, dolorosa en su vertiente deportiva y social. Antes, de tres empates consecutivos con poco prestigio y pésimas vibraciones salvo el de Osasuna. La desnudez del viernes frente a un rival en paños menores clausuró la estación de la serenidad y ha colocado al entrenador muy próximo al cadalso, como dicta la tradición en estos casos. Casi nadie, sin embargo, invita a una lectura menos superficial sobre la raíz de la frustración, a repasar con calma cómo las plantillas del Real Zaragoza han ido reduciendo su calidad de forma progresiva y premeditada, justificada en un imperativo económico de indudable influencia aunque inadmisible como eterno paraguas los días de tormenta. Lalo Arantegui, el director deportivo, construyó un bloque con cedidos de Segunda B --alguno estupendo--, extranjeros sin nombre, veteranos sin equipo y la cantera como colchón cuantitativo. Una macedonía en manos de un entrenador que debía restarle azúcar y añadirle consistencia y fiabilidad . No es tan extraño que el resultado sea un conjunto insulso y frágil en constante viaje por el tobogán del rendimiento, con pinceladas brillantes y un respuesta general de brocha gorda, de mínima regularidad y rigor táctico. Con un técnico que dibuja en la pizarra con toda la clase de espaldas.

Si el Real Zaragoza no da más de sí es, en gran parte, porque sus propietarios, interinos o albaceas, y sus ejecutivos así lo han establecido después desmarcarse de toda responsabilidad deportiva y de airear su impecable gestión administrativa. Nunca se rasgan las vestiduras, jamás asoman de entre bastidores, como si ejercieran de puentes de una transición que no prioriza el crecimiento deportivo. El entrenador y los jugadores han subido ya al estrado bajo todo tipo de acusaciones, algunas tan ciertas como la bochornosa noche de Almería. El jurado popular, no obstante, quizás tendría que enjuiciarlos como culpables de inocencia. Están cada jornada en el lugar de los hechos, pero casi nunca aprietan el gatillo de una pistola que la directiva va cargando año tras año con balas de fogueo. Esa es la auténtica tragedia de este club.