Acudir al árbitro para justificar un mal resultado es un hecho común en el fútbol español. No hay técnico, jugador o directivo que se resista a la tentación de darle un buen palo al colegiado de turno al término del partido si considera que su equipo ha sido perjudicado. Es una de las grandes tradiciones populares que sobrevivirá seguramente a la tauromaquia. Nadie sale a la rueda de prensa para penalizar a su propio delantero por fallar un buen puñado de ocasiones ni para acusar al portero de un error descomunal, pero sí hay barra libre, con más o menos educación, para señalar al juez del encuentro como principal causante de todas las desgracias. Lo hacen los grandes y los pequeños, todos víctimas de una logia masónica oscura y con mala fe. En la mayoría de las ocasiones, esta praxis del origen de los tiempos ha derivado en que los árbitros vivan bajo sospecha para las aficiones, torpedeados antes, durante y después incluso por los medios de comunicación más radicales. Con tristes y lamentables episodios de violencia de por medio.

Sí es cierto, sin embargo, que la responsabilidad que les corresponde les llega a superar en un juego indomable, muy complicado de controlar con leyes antiguas, adaptadas a los tiempos o nuevas tecnologías. Tampoco reciben excesiva ayudas de los futbolistas, aplaudidos a rabiar cuando le engañan y encumbrados mediáticamente por su picaresca. Ahora bien, en algunos casos concretos habría que hacer un profundo paréntesis en la medida de que muchas interpretaciones clave son ejecutadas por colegiados que desconocen por completo la esencia de este deporte, los laberintos que lo componen y las puertas de salida sin provocar dramas como el de Figueroa Vázquez con el Real Zaragoza.

La expulsión de Borja Iglesias por doble tarjeta es un ejemplo clamoroso de alguien que ignora los códigos no escritos, un lección que por lo general se aprende precisamente jugando al fútbol en categorías de nivel. O jugando al fútbol sin más. Esa asignatura no aparece en los libros ni en los cursos de tecnificación. En un córner, Dimitrevski, el portero del Nástic, se desmayó como una damisela con tosferina. En ese tipo de acciones en las que cada uno procura ganarse el espacio con todo tipo de triquiñuelas, un árbitro podría expulsar a más de la mitad de los equipos y señalar media docena de penaltis, pero se establece un marco de permisividad o se recurre a un aviso protocolario a los implicados en la lucha libre.

Puede que Borja Iglesias, aunque no lo parece, toque al guardameta, que se desploma herido de muerte. Un colegiado como Dios manda, un profesional que conoce su trabajo, jamás habría dictado tal sentencia por semejante roce en el área y menos con un futbolista que ya sumaba una amonestación. El contacto no daba ni de largo para la roja, para desvirtuar un encuentro que ganaba el Real Zaragoza con un gol de Toquero. La desfachatez de la expulsión trajo consigo un perjuicio para el espectáculo y un resultado, el empate final, dañino para el conjunto aragonés, que se empleó con toda la dignidad del mundo para evitarlo sin conseguirlo. Figueroa Vázquez le hizo un flaco favor al conjunto aragonés y a sus colegas, un colectivo que merece el mayor de los respetos pero que debería explicarse a sí mismo si esa distancia abismal que suele abrirse con los protagonistas de este deporte se debe a que nunca han vivido en primera persona y muy por dentro un córner. Seguro que no se dejarían caer como Dimitrevski. O sí.