Pocos se atreven aún a levantar la voz, mucho menos a poner la mano en el fuego por este Zaragoza contradictorio que en los últimos años ha acostumbrado a su gente a convivir con la desgracia. Un resultado, una idea, media docena de futbolistas, un cambio que se adivina... Nada es suficiente para permitirse soñar, aunque la victoria ante el robusto Leganés, las formas elegidas por el entrenador, el desarrollo del partido y el crecimiento psicológico del equipo a lo largo de los minutos, abran una puerta a la razón de quienes quieran entender ese encuentro como un punto de inflexión al que mirar a final de temporada. Por el éxito consiguiente, se entiende. De momento, es más intuición que verdad. Se aplaude la revolución, no obstante, bendita al menos por un día.

La llegada de Narcís Juliá sentó bien en líneas generales, sobre todo a ese público con memoria que lo recuerda honrado, tranquilo y sensato, dentro y fuera. Una persona pausada que fue futbolista del filial antes de llegar al primer equipo, que fue soldado antes que capitán. Con el brazalete, de hecho, jugó su último partido oficial con el equipo aragonés, en aquella funesta final del 93 ante el Real Madrid en Valencia, la de Urío Velázquez. Se le recuerda con brillo pese a ser una persona de perfil reservado, casi modesto. Los años le han dado otro aire, aunque sus palabras hablan en los mismos términos de sensatez, fútbol y sinceridad, premisas borradas del club aragonés en los últimos años. Es esa buena elección la que debe marcar el futuro de un Zaragoza que ahora proponen medir a plazos.

De puertas afuera, interesa sobre todo el corto plazo. Es decir, los próximos tres o cuatro meses. El Zaragoza necesita ascender y tiene entre 18 y 22 partidos para conseguirlo, según y cómo. Primero debe consolidar su fútbol con las herramientas escogidas por Lluís Carreras, que fue la primera elección de Juliá, una apuesta fuerte, agresiva, un envite, casi un órdago al presente. El técnico, opuesto a sus antecesores, ha incluido en su ideario algunas líneas rojas, tan de moda en otros ámbitos, para que el equipo se aleje del pelotazo y la contra, para que vuelva a sentir y a entender el fútbol como siempre, alejándose del prosaísmo último. El Zaragoza, quién lo diría, da un giro de 180 grados para recuperar su esencia.

Así lo hizo el sábado ante el Leganés, donde se apreciaron elecciones, selecciones y preferencias de su entrenador, brotes verdes al cabo de un equipo indisimuladamente cambiado. Entraron cinco caras nuevas en La Romareda, más personalidad, distinto fútbol. Se alteraron nombres, conducta y órdenes. No cambió tanto el sistema, por no decir casi nada. Para unos es un 4-3-3; para otros, un 4-1-4-1. A gustos. Da lo mismo. El punto de partida está en el balón, en la sencillez y en la paciencia, y en algunos movimientos de sus piezas poco comunes últimamente. Por ejemplo, el desplazamiento de sus hombres de banda hacia dentro con el objetivo de aclarar el tráfico de los costados en beneficio de los laterales. Primeros detalles de un equipo que debe consolidar su apuesta desde el compromiso personal. Necesita futbolistas competitivos, alejados de las cantinelas habituales que suenan, o son, excusas. La presión del ascenso, la intimidación de La Romareda, la ausencia de tiempo para la conjunción... Luego, quizá gane o pierda por detalles. Sea solo por eso.

LOS CAMBIOS

El cambio más llamativo ha sido el de Bono. Se fue al banquillo en Almería y Manu Herrera mantuvo el sitio ante el Leganés pese a su impericia en el Mediterráneo. No da el asunto por cerrado Carreras, pero queda claro que le toca el turno al veterano, que solo perderá palos si comete descuidos graves. A su derecha, Campins no tiene competencia, de momento. Y Guitián es otra elección atrevida del técnico. Lo puso por delante de veteranos como Mario y Rubén, y el muchacho respondió con cierto desparpajo, desde luego sin errores.

En ese perfil se movió Javi Ros, que guarda más fútbol que sus antecesores, y, por supuesto, Culio. Con ambos cambia la canalización del juego, las pautas y las formas. También con Manu Lanzarote, se imagina. Entre todos han compuesto, además, un banquillo afilado, de los que pueden cambiar o rematar partidos. Bastan los nombres del sábado: Hinestroza, Dongou, Diamanka, Gil, Dorca y Mario. Por ahí también se entiende la revolución.