No se le va a evaluar por su simpatía sino por su fútbol, pero ese tono cortante, casi desafiante, hacia el que parece caminar Lluís Carreras en sus consideraciones públicas, solo puede servir para subir un punto el tono de irritación del zaragocismo. Alguien debería explicarle al entrenador que reside en una ciudad crispada, en un entorno rabioso, fácilmente inflamable. Debe aclimatarse, convivir en él, acaso sobrevivir, por su bien, por respeto además. Le resultará realmente complejo el futuro si no modula su discurso con matices de color. Poca culpa tiene él, o ninguna, del exasperante clima fabricado durante los años de Agapito Iglesias, pero la plaza es así, desmesurada para lo bueno y para lo malo. Como club grande que es, todo se magnifica por naturaleza propia. Eso lo sabe, seguro, como exjugador y hombre de fútbol. Debería ser inteligente en la manera de conducirse, también exteriormente. En tiempos de cólera, es mejor no andar exasperando al personal, razonable y juicioso también.

Carreras debe mirar al campo, donde el fútbol le quita razón a sus buenas palabras y el tiempo le aprieta. Puede sonar a desatino la posibilidad de que su crédito se agote mucho antes de lo aconsejable, pero la realidad le señala por ahora como un técnico insuficiente en tiempos de cambio. Se sabe que su discurso se aleja de soflamas motivadoras pretéritas, que las pautas y los sistemas no se inculcan en cuatro ratos, que los tiempos del balón son diferentes a los de las palabras. Pero no ha habido catálisis. El Zaragoza, él, va contrarreloj. Necesita ajustar a los nuevos pronto --sorprendió que no contara ayer con Ros-- y hacer pasar por el purgatorio a esas almas futbolísticas acostumbradas a los malos hábitos.

Quizá sea hora de reconsiderar los mecanismos futbolísticos, si es posible. Dice el técnico que les da a los jugadores unas herramientas básicas que deben emplear en todos los partidos, al margen de los matices propios de cada rival. Está visto que no las saben utilizar, o que los mensajes, que para el caso son las herramientas, no llegan con nitidez. O eso o los jugadores son incluso peores de lo que parecen, que todo es posible. De momento, tampoco funcionó el asunto con dos delanteros, y se echó en falta esa corriente que invita a pensar que el Zaragoza quiere el balón. Bueno, jugó solo con dos centrocampistas puros, al albur de que Pedro o Hinestroza inventasen algo por fuera. Casi nada.

El Zaragoza fue ayer un fiasco. Sin novedad por aquí, nada fuera de lo común. En la habitual escala de grises: fea, triste, aburrida, graduando a negro. Con matices futbolísticos, claro, aunque algunos solo agudizan sus defectos, casi todos bien reconocibles. Solo supo manejar el partido cuando el Almería se convirtió en mantequilla, trémulo, casi suplicante. Y aun así lo hizo de manera insuficiente, sin una actitud impetuosa, sin transmitir raza o temperamento. Fue más por obligación que por vigor o fe. No supo. Los más comprometidos se puede imaginar quiénes fueron. Vallejo, Tarsi, Rico... Esto es, jugadores de la casa, esos a los que no hay que explicar por qué la ciudad respira entre la vergüenza y la ira.