Popovic debe ser la única persona relacionada con el Real Zaragoza al que no le preocupan ni la clasificación ni los rivales, o eso dice para que no le mienten el fracaso. Explicó ayer en la rueda de prensa que no tiene tiempo de pensar en "esto". Con "esto" se debió de referir al ascenso, esa palabra que algunos no se atreven a mencionar, váyase a saber por qué. Como si el Zaragoza, estando en Segunda, pudiese proponerse otro reto que no fuese volver a Primera. Como si con el silencio pudiesen desorientar a la gente, desenfocar el objetivo. No suele resultar. Comúnmente, de hecho, suele ser peor. Igual andan preparando la coartada por si llega el fracaso. Decepción les gusta más decir, como si hubiese mucha diferencia en la sustantivación del asunto.

Decepción fue lo que dejó ayer el equipo, otra vez. Un nuevo chasco, otro desengaño. El ascenso, para los zaragocistas de corazón, es monotema desde hace meses en la ciudad. Para otros es anatema. El aficionado ama y seguirá amando a su equipo por encima de todo, pero debe quedar claro que este Zaragoza no es el que quiere, por muy eufemístico que se venda el mensaje. Si respeta el bochornoso fútbol que hace semana tras semana, tan insustancial y aburrido como el de ayer, es porque entiende que su equipo necesita un poco de aire, de cariño. Está por ver que sea así. Esa misma película se la han contado las últimas temporadas y bien se sabe cuál ha sido el desenlace, esta triste realidad que contar.

No se percibió un mensaje ganador en el campo, donde el Zaragoza jugó todo el partido con el freno de mano echado. Fue a Ponferrada condicionado psicológicamente, timorato, medroso. Su cobardía y desconfianza fueron creciendo conforme avanzaron los minutos en El Toralín. No da la impresión de que así, con esa actitud y menos con ese fútbol, pueda pensar en el playoff, mucho menos en superar dos eliminatorias de ascenso.

El empate es bueno solo por el punto que parecía irse, malo por todo lo demás. Desde luego, por la imagen y las sensaciones, por la realidad que traslució pese a ser una jornada crucial. El Zaragoza no solo no puso fútbol, sino que se le vio mojigato, más preocupado de no perder que de ganar. Se situó bien en el partido, con una estructura decente. Y vale. Por eso estuvo más cerca de la derrota que del éxito, sin dejar argumento sobre el que sostener la fe en el equipo y la obligación que tiene, más allá de su grandeza histórica, condición que, dicen, no le va a servir en esta guerra. También está por ver.

En fin, que ni juega como dijo Popovic, ni como jugaba el anterior, ni nada. No hay tres rasgos que lo distingan, ni solidez, ni una pizca de imaginación. Ni siquiera el cuerpo hecho, el mínimo exigible 36 jornadas después. Ni una sola jugada interesante sobre la que incidir en todo el partido, más allá de un par de córners. Todos decían que el empate no valía. Pero sí, valió. Si eso no es conformismo...