Desde ayer se puede tener menos miedo a lo que viene, sea lo que sea. La cara que se le quedó al final a la gente fue la que fue, de imbécil por no decir otra cosa. Un golpe de suerte dejó todos los preparativos de la fiesta en un doloroso lamento. Fue el Osasuna el que tiró el chupinazo. Faltaron nada, unos segundos, para el delirio. A eso se quedó el Zaragoza de celebrar su renacimiento con un partido grande, de los de antes, de vehemencia y raza. Ni un pero que ponerle, no obstante, a un equipo que fue más y mejor, que mereció ganar sobre el césped y aplastó en la grada con un campo tan bonito como fue siempre antes de que reblase el que ha abierto un estadio de felicidad.

Fue solo fue empate, dirán; y a ratos hay una candidez que no se aguanta, agregarán. Pero la lectura del partido de ayer debe estar mucho más allá del resultado, aflicción al margen. La interpretación debe mirarse en un Zaragoza dinámico, agresivo, casi voraz, al son que le marcó La Romareda. Y más. En el sobrecogedor coliseo aragonés, enternecedor en ese coro redondo que empujó al equipo desde que se abrieron las puertas con el sol caído de media tarde. La muchachada del fondo norte había dispuesto un tifo colosal y las pancartas se llevaron la primera gran aclamación de la grada, ayer generosa como correspondía a la fecha. Se llevaron las ovaciones, sobre todo, los chicos de la casa. La gente se relamía viéndose en pie, codo con codo, aplaudiendo a rabiar a zaragocistas de alma y vida como Vallejo, Muñoz o Adán Pérez.

"El asedio con valor tuvimos que soportar". Fue la primera leyenda, gigantesca, que apareció sobre el gol de la Feria, en referencia clara a los repugnantes ocho años que terminaron el pasado mes. En ella se incluía la imagen del expropietario, de su primer presidente (Bandrés) y de su último invento (García Pitarch), con el que duraron poco las intrigas y acabó tan mal como con todos los anteriores.

No tendrá perdón en Zaragoza, ninguno, es sabido. Por eso los Ligallo escogieron un fondo negro que servía para poner punto y final a la etapa más mugrienta e ignominiosa de la historia del club. Después, levantaron otra divisa, la del presente, en azul y blanco, el color del campeón, que se canta. "Y en la historia se grabó: Zaragoza, la inmortal", en una comparación con la obstinación y repulsa que la ciudad mostró en los sitios franceses de principios del XIX. No es lo mismo, claro. Pero la gente, hay que entenderlo, se ha sentido tan ultrajada como si entraran en su casa a robarle lo que es suyo. Suyo es, además.

Así que la gente no olvida. Ellos sí dijeron el nombre, y lo acompañaron. "Agapito, hijo de..." para dar comienzo al partido y para poner fin al minuto 32. Por cierto que ese minuto, elegido por coincidir con el año de fundación del Real Zaragoza (1932), fue ayer de aplausos, con la gente sonriente, cómplice de la felicidad que ha traído la rendición del soriano, despedido ayer para siempre. El presente es bien otro, lo será. Ayer había electricidad en el campo, chisporroteaban las gradas al compás de un equipo que, a la espera de que llegue el fútbol, va a empujar como nunca, como antes. Y así, con ese impulso irrefrenable, a ver quién se atreve a poner en duda el ascenso.