Lagarto, lagarto. Se le está poniendo tal color al Real Zaragoza que más le vale olvidarse de supersticiones, de repartir culpas al azar. Debe bajar de una vez a la tierra, jugar con orgullo, mirar al destino a la cara y ser capaz de cambiar la fatalidad que los tiempos del fútbol parecen anunciar. Ni los astros ni los árbitros están en esta Liga para echarle una mano. Lo que quiera, lo que merezca sobre todo, se lo deberá ganar a pulso durante los 90, 92 o 95 minutos que dure cada partido. Está visto que ni siquiera le vale el impulso de su afición, que ayer lo llevó en volandas con un derroche de corazón, incapaz de pensar que el equipo daría un paso atrás para tirarse al abismo a desparramar sus abundantes miserias. Es triste este Zaragoza, timorato, indeciso, incluso un punto mojigato. Aún más, es descuidado. Y peor, negligente. Molesta ver un equipo santurrón en esos momentos peliagudos en los que la gente de afuera, la que lo soporta y defiende, se está dejando la garganta.

Se sabía casi todo ya de este Zaragoza, de memoria. Ahora, además, se recuerda que es torpón, por no decir obtuso. Por no decir incompetente, con esa ignorancia propia de quien no sabe qué suelo pisa. Es tierra noble esta, con gente preparada para morir por quien esté a su lado en las trincheras, sea quien sea. No lo parece este equipo, que no mira los partidos como batallas sino como si fueran periodos entre guerras. No parece ser consciente de que le van a pegar un balazo en el frente, tal cual. Sería una desgracia, sí. Hay que considerar la posibilidad en todo caso, mucho más en este deporte de fenómenos extraños. Bien haría en dejarse ya de palabras fútiles y colocarse el uniforme bélico para defender a su gente como tanto se merece.

Al Zaragoza le quedan cuatro combates en los que no se puede permitir ser un equipo tan malo como el que se adivinó hace nueve meses. Lo es, sin embargo, tanto como aquel de Luis Milla que en la segunda jornada de Liga permitió un empate a tres en un partido que iba para 1-5 en Lugo. Casi una Liga entera después comete errores de pardillo que sacan de quicio a cualquiera.

Hoy en día se está incluso proponiendo jugar los últimos minutos de los partidos a reloj parado, cual si fuera un encuentro de baloncesto. Los equipos tienen tan trabajados esos momentos que es prácticamente imposible ver dos acciones seguidas cuando el cronómetro cruza el minuto 80. Los árbitros, buenos o malos, lo consienten sin remedio. Los equipos se aprovechan, casi todos. Los que aprenden de sus errores, los aplicados, los que no son obtusos, los que sienten compromiso hasta el último segundo.

No es el caso del Zaragoza, que ayer, después de alejar el fútbol de su área en el tramo medio-largo del encuentro, concedió a su rival la oportunidad de enmendar su mediocre partido. Se entró en los últimos momentos con una sucesión de faltas y despejes que acabaron en gol. Ha pasado muchos otros días, con Láinez y sin él. La culpa última ayer fue de José Enrique, que anda repartiendo un par de regalos por choque. Puede compartir si quiere esa incapacidad para entender cómo se pone punto final a un partido. Mucho más en tu casa, con tu gente. Es cuestión de indolencia, que a veces, erre que erre, raya en deshonor.