Bien por convencimiento, bien por necesidad, el Real Zaragoza ha limpiado el vestuario de jugadores de la temporada pasada. No ha quedado casi nadie. De los que conservan la ficha profesional, todo un tesoro en este tiempo, al terremoto únicamente han sobrevivido dos: Fernández y Álamo. Esos dos hombres encarnan a la perfección la profunda transmutación sufrida por el club y por el equipo durante este verano, institucionalmente en la dirección adecuada y en el terreno deportivo por el momento también. El buen trabajo de pretemporada de Víctor Muñoz es incuestionable. Ha puesto el acento donde debía: en la solidez defensiva.

Ayer el Real Zaragoza no ganó, pero volvió a ser el Real Zaragoza de siempre en La Romareda. Recuperó el honor perdido, la rasmia, la furia, la raza y, ante todo, reconquistó a su afición. La gente se marchó a casa enrabietada por el gol encajado en el último suspiro, pero contenta de haberse reencontrado con algo que consideraba perdido, su equipo de toda la vida.

En este nuevo escenario, en el que el viento sopla con fuerza a favor, Fernández y Álamo personifican fielmente lo que ocurría en la terrorífica etapa de Agapito Iglesias. La fórmula tenía una precisión matemática. El rendimiento final de cualquier jugador era el resultado de su nivel menos lo que restaba el entorno disparatado en el que vivía. Por este club pasaron muchos futbolistas pésimos en los últimos años, la mayoría, pero desfilaron otros aprovechables que se fueron sin pena ni gloria, devorados por el mundo alocado que Iglesias generaba a su alrededor.

Fernández y Álamo parecen otros. Y mejores. Pero son los mismos. Solo sucede que, como al resto, el efecto Agapito los engullía. Ahora esta nueva atmósfera los engrandece.