Explicó su doctrina así Luis Milla nada más aterrizar en La Romareda a mitad de junio: «Soy un entrenador al que le gusta que su equipo lleve la iniciativa en el juego». Conocida su intención y sus precedentes, no hubo quien dudara de que el Zaragoza iba a acentuar su personalidad con el balón, sobre todo cuando se fueron conociendo algunos de los fichajes que poblaron la zona de creación del equipo. Cani, Manu Lanzarote, ya se sabe. Llegó la pretemporada y se esperaba que el discurso se trasladara al campo. Inesperadamente, el conjunto de Milla nació como un equipo mucho más compacto que alegre. De hecho, mantuvo la portería a cero hasta el último partido de la pretemporada. En esos días primeros fue robusto, fuerte, bien organizado, predispuesto a cualquier batalla sin temor. Pareció entonces uno de esos equipos de Segunda por los que hoy en día se ve zarandeado cotidianamente.

El comienzo de la verdad desmintió la certeza de los bolos estivales. El Zaragoza fue una verbena de errores defensivos casi desde el principio. En Lugo, en el Ciudad de Valencia, en Soria, en Sevilla, contra el Elche... Y cuando quiso parecerse al de verano, dejó interpretaciones paupérrimas como en Tarragona o en Valladolid. Fue allí donde el equipo de Milla se desnaturalizó por completo, alejado no solo de la filosofía de su entrenador, sino de ese fútbol de compromiso inicial. Milla entendió como cualquiera que el asunto no funcionaba y comenzó a mover piezas. No hubo manera. Cuando el Elche desmoronó en 45 minutos aquellas ideas primeras de presión tras pérdida y posesiones pausadas, el técnico quedó sentenciado. Ni el 4-1-4-1, ni el 4-2-31, ni el 4-4-2, ni aquellas pruebas extrañas con doble lateral. Nada funcionó.

Once jornadas después del comienzo, el Zaragoza estaba a cero. Sin plan ni certezas. Por el camino, eso sí, habían quedado señalados, si no liquidados, algunos jugadores. Irureta, Bagnack, Casado, Barrera, Morán... El equipo dejaba verdades irrefutables. Valdrían casi todas para hoy, Agné mediante. Al nuevo técnico le duró el discurso por dentro menos de un mes. El agobiante 2-1 ante el Almería y el apacible 2-0 al Mirandés se trufaron con un cambio de intenciones en el empate de Mallorca (2-2).

Igual que con Milla

Se creyó, o se quiso, otro Zaragoza. Pero la verdad ha terminado por dejar en el campo las mismas conclusiones que en la etapa anterior. El de Cádiz bien podría haber sido un partido de Milla, con esa insoportable sensación de saberse derrotado desde bien pronto, con esa incapacidad para gobernar un partido desde cualquier punto.

El Zaragoza es defensivamente un desastre, como bien demuestran sus números. Debería abochornar a todos y cada uno de los que entran en ese vestuario ser el equipo más goleado de Segunda. Ese dato, por sí solo, explica la incapacidad de los fichadores, los fichados y los técnicos para ponerle el suelo a un proyecto que se derrumba otra vez. Se cae por eso, porque no valen los centrales suplentes, porque no hay quien se crea a tres de los cuatro laterales, porque Manu Lanzarote se ha vuelto a ir de vacaciones, porque solo Cani pone luz a este sinrazón de oscuridad, porque pepinazo solo hubo un día...

Así, el Zaragoza se parece al de los últimos años. Es decir, no sabe muy bien lo que es, aun siendo tan poca cosa. No puede gobernar un partido con el balón ni es capaz de defenderse con coherencia, lo cual lo sitúa en un punto de endeblez e indefinición. Agné ha sido más fiel a un sistema (4-4-2), pero el equipo se le ha desplomado igual, con ese insensato desapasionamiento que expresa en fútbol y actitudes. El proyecto ya se ha comido un portero, dos centrales, al menos otro par de centrocampistas y medio delantero. Zapater va desapareciendo y solo aguanta el tipo Cani. Como el muchacho se harte o se lesione, Agné quizá opte por aquello de la virgen y las velas. Le queda una alternativa, claro, esa que hoy parece imposible: convertir ese conjunto de juego indefinible en un equipo de fútbol.