Más allá del fútbol, hay gestos reveladores dentro de un equipo. Ocurre con el Real Zaragoza, aquel equipo moribundo resucitado a golpe de suerte y fe, que hoy se expresa con un renovado carácter, más propio de su situación de desahucio que esa anorexia moral con la que competía hasta cuatro días. En febrero aún era así, un conjunto inaguantable para todos. Ni los suyos lo soportaban. Por esa desgana, por esa falta de talento, por esa displicencia tan cercana a la falta de profesionalidad.

Era también un equipo psicológicamente quebradizo. Los rivales sabían que les bastaba esperar su momento para liquidarlo al primer golpe. Casi siempre fue así. Un gol en contra suponía el fin del Zaragoza, que agachaba la cabeza y se dejaba humillar. La victoria de Valencia, sin embargo, transformó su depauperado espíritu competitivo. Hoy es un equipo que no solo muestra convicción, sino que además se expresa en conjunto. Lo intenta hacer cuando tiene la posesión. Lo va consiguiendo en el resto de trances del partido, cuando el balón tiene menos que ver. Por ejemplo, en Gijón, donde fue capaz de jugar un partido áspero, arisco en las gradas, rudo en el terreno de juego. No le amedrentaron el ambiente ni las patadas, se comportó como un equipo responsable e imperturbable, unido hasta en el conflicto verbal. Ganar todas esas pequeñas batallas que se juegan al mismo tiempo que el balón le dio al Zaragoza gran parte de la victoria.

¿Qué ocurrió en El Molinón? Fundamentalmente, tres cosas: jugó con sus almas cosidas --unido en las protestas al árbitro y en la defensa del compañero--, nunca se arrugó, tampoco se rindió. Ya hizo ante el Atlético una demostración de fe, incluso en Mestalla. Aunque esta última historia, que fue la primera de la fascinante resurrección, tuvo tanto que ver con la fortuna como con el tino, en esa tarde levantina renació un equipo que aguantó en pie pese a ir perdiendo, pese a estar con diez, pese a acabar con nueve.

Se puede entender ahora que estamos ante un Zaragoza recio, de pelaje vigoroso y nervudo. En Gijón discutieron unidos, metieron la pierna, se cabrearon, protestaron.. y nunca, nunca, se arrugaron. Mención especial para Lafita, al que trataron de intimidar por los tobillos. Contestó con hombría. Y con un gol de gran calidad al final. Si un aragonés, zaragocista de toda la vida, lidera el presente, el milagro estará más cerca. El gatico de Agapito ya no está en el escudo. Resurge el león.