Dice desde el primer día que en Zaragoza se siente como en casa, que es feliz, muy feliz, que se quiere quedar mucho más allá del 30 de junio, cuando termina su contrato. Tampoco levanta la voz para pedir nada. En el club, cuenta, ya saben de su felicidad, que al parecer es recíproca. Así que no va a menear el árbol a ver lo que cae en estos momentos definitivos. Es un futbolista de esos de toda la vida, de los de antes. Profesional, íntimo, entrañable, callado por creencia y deber. Nunca ha brillado por encima del equipo. Se diría que ni siquiera se lo permite. Si juega, bien. Si no juega, trabaja. Así le ha ido la temporada, extraña para él, admitida entre tardes de brazalete y etapas oscuras de banquillo o grada, también de enfermería.

El fútbol le había reservado, sin embargo, un regalo para guadarlo en un sitio preferente de la memoria del león. Marcó un gol en el superderbi ante el Huesca, el gol de la victoria, el gol que saca al Zaragoza de los arrabales y lo pone a dos manzanas del centro del ascenso, el gol que tumbó al enemigo íntimo, el gol con el que cualquiera hubiera soñado. La diana fue el premio a la constancia. No es aragonés, no es tozudo pues. Sí es machacón, pertinaz. Y cree en el trabajo. En la previa decía su entrenador que nunca se puede poner en duda el trabajo de Javi Ros, que quizá no puede brillar con el balón como Eguaras, pero que siempre está ahí para partirse la cara. Se la partió literalmente una semana antes cuando tuvo que ocupar el puesto de su paisano.

Dejó en el Reino de León kilómetros de sacrificio que trufó con un pase a la espalda de la defensa local que Borja Iglesias convirtió en el gol de la victoria. Tres puntos por allá, otros tres por aquí. Los sumó ayer persiguiendo la cabalgada que armó el ariete gallego y continuó Papu con un disparo de pierna mala. El rechace de Remiro fue a una zona aparentemente desierta en la que Ros apareció acelerando empujado por la fe. Un disparo con la zurda, otra parada del portero oscense hacia el espacio en el que el navarro seguía acelerando. Otro toque de zurda, sin nervios, a placer, antes de correr hacia el córner para cantar la victoria con Zapater, al que le brilló la sonrisa como nunca.

Arriba se desgarró la hinchada gritando venganza con el gol de Ros, que un día antes, cual augur, había contestado en estas páginas una pregunta más: ¿De verdad puede marcar un gol la afición?: «Sin duda. La afición es el plus que tenemos y otros no tienen. Cuando tienes que ir a por un balón y oyes a la gente empujándote detrás, llegas. Ellos te sacan la reserva que te queda», afirmó el navarro. Dicho y hecho antes de cantar, con permiso, un golito a medias.