Magnífico es un adjetivo grande en la historia del Real Zaragoza, y cada vez que se utiliza para elogiar a jugadores y técnicos hay que hacerlo con permiso y en el contexto adecuado. En la última década estaba condenado en la torre de una mediocridad espeluznante, con los grilletes oxidados en una celda donde vino a visitarle hasta la muerte. Después del partido del Carlos Tartiere, solo se puede explicar su actuación bajo el paraguas de esa definición. Y en plural: magníficos. Además, aunque la temporada seguramente no será tan florida como el 0-4 en Oviedo, el conjunto de Imanol Idiakez ofreció ese aspecto saludable de los equipos que van a luchar por el ascenso. No mostró un solo rasguño en su fútbol, en su actitud, en su capacidad para imponer el tipo de juego que le convenía, en una firmeza y convicción arrolladoras para triturar al Oviedo, que no es un cualquiera pese a que el marcador invite a pensar lo contrario.

Todo le salió bien no por casualidad o por los beneficios de una tarde inspirada, sino por gobernar la mayoría de los aspectos con personalidad táctica y física. Por elegir los momentos con puntual y efectiva inteligencia. Hubo alguna decisión que chirriaba en el once inicial, como por ejemplo la salida de Álex Muñoz, pero el Real Zaragoza se alzó por encima de las individualidades aun contando con ellas para desnivelar la balanza: fue un ejército y un ballet, fuego y delicadeza. Puede que el cielo no se haga esperar mucho más si es capaz de dar continuidad a la terrenal rotundidad con la que venció en un desplazamiento muy complicado.

El espectacular triunfo tuvo su elaboración. Las musas no suelen acudir a cobro revertido. Hasta esta cita, el conjunto aragonés había dejado pinceladas de colorido ataque, sobre todo desde que el técnico subió a la noria ofensiva a Pombo, Gual y Álvaro Vázquez. No obstante, el centro del campo emitía por lo general señales grises, con Verdasca como recurso demasiado forzado para suplir la ausencia de Eguaras. Fue quitar al portugués de esa zona y el Real Zargaoza ensanchó sus pulmones y su actividad cerebral. El regreso de Alberto Zapater, desplazado con inteligencia al costado derecho del rombo para no obligarle a un martirio en su debut en la titularidad, dio otro aire a la medular, si bien el perfecto engrase de todos los mecanismos del corazón corrieron a cargo de Javi Ros.

El 10 es un profesional que no siempre hace coincidir su honestidad laboral con la calidad. No olvidará el navarro con facilidad los 90 minutos perfectos que regaló a sus compañeros. Como asistente de Álvaro en el primer gol, un pase muy profundo con la zurda, de esos que solo ejecutan los auténticos líderes; como recuperador infatigable, pantalla humana, péndulo certero en la administración de la pelota, ajustando cada pase a la hora y al pie exactos. Todo lo que nació en Ros dio a luz a un Real Zaragoza maduro, dueños de sus decisiones e impecable.

El Real Oviedo perdió por completo el centro de operaciones, acentuado su declive con un punto de histerismo y urgencias tras el gol de Álvaro Vázquez, que resolvió el crucigrama sin un solo tachón, a la primera, como los puntas que no contemplan el error con semejante ventaja. Detrás de ese tanto y un par de currículum que ya habían despertado admiraciones en citas anteriores, James y Jorge Pombo le dieron más lustre a una parcela fundamental para exprimir al cuadro de Anquela. El canterano se descolgó más hacia los mediocampistas para ayudar en la construcción y el desahogo y el nigeriano... Igbekeme es un tipo curioso que jamás da puntada sin hilo. Parece jugar su partido y sin embargo agiganta el de los demás desde ese puesto de estratégico silencio.

Ambos coincidieron en el tercer tanto, con una exquisita pared al borde del área resuelta por James tres días antes de que le llegara franca la pelota. Para colmo de la felicidad, Soro remató la faena de cabeza, la que utilizó el Real Zaragoza todo el encuentro para rubricar una tarde magnífica. Para pensar y creer que los días en la torre de la insustancialidad van a llegar, por fin, a su fin.