Tan alterado apareció Natxo González en la rueda de prensa que bien pareció que ha entrado en sus límites como entrenador. Habló de su puesto de trabajo, de lo que se está jugando, siempre en referencia a Cordero Vega, el colegiado que condicionó el partido, que sacó de sus casillas a casi todo el mundo en La Romareda, pero que no patinó en las jugadas decisivas. Sí es un trencilla deficiente, aunque no fuera de lo común. Es uno más de los muchos que pasan por el coliseo aragonés. Algunos tienen más ganas de protagonismo, otros se comportan con altivez, a los más se les ve desde el principio por dónde quieren llevar el partido. Al cántabro se le vio enseguida el reconocible planeo del halcón, quizá porque le advirtieron pronto ­-ahora se lo cuentan todo por el pinganillo, digan lo que digan- de que en la primera acción del partido se podría haber cargado a Papunashvili por una fea entrada que acabó en lesión.

Fuese por eso o no, pitó casi todo en una dirección. En la otra estuvo quisquilloso, por no decir entre altanero y fanfarrón. Consintió cosas sobre Borja Iglesias y Febas que al otro lado frenó en seco. Ciertamente, se pasó de la raya sin rubor y alteró al más pintado. No le podía pasar por alto a un joven de sangre caliente y cabeza loca, Verdasca. No se contuvo, le dijo lo que opinaba toda La Romareda de él: «Eres muy malo». Adiós, Verdasca; adiós, partido; adiós Zaragoza.

Diría luego el entrenador del Zaragoza que se había metido en una bañera de hielo para no vomitar sentimientos desordenada e inadecuadamente. Le bastó con el tono y la ironía: «No voy a llorar aquí, no le voy a dar el gustazo de que se vuelva a reír de mí», dijo González, que insistió en que había repartido criterios distintos y se conformó con darle las gracias a la afición, en otro de esos mensajes que sonaron a palabras en la frontera de este Zaragoza que no se aguanta. Juega como un equipo pequeño y lleva un promedio de puntos de 51. Es decir, lo justo para salvarse.

Por ahí, entre los malos y los peores, anda el equipo aragonés después de 18 jornadas. Ha ganado dos partidos en casa desde que empezó la Liga, cuatro en lo que va de año ante su afición, que sí, otra vez, fue lo mejor. Le han pedido a la gente que tenga fe, que defienda con orgullo su historia, que tire de paciencia. Lo hace con resignación y estoicismo, sobre todo en situaciones como la de ayer en la que se pensó que el árbitro era lucifer. Creyó y empujó tanto que casi consiguió que empatara su equipo con dos jugadores menos en el campo.

Fue ese rato de raza el que enganchó a la gente, que lo espoleó hasta expirar en el descuento. Ese estímulo, ese impulso final, fue lo que dio de sí el equipo aragonés, en otra noche funesta de fútbol en la que los centrales dejaron otro festival de disparates a los que ayer se unió el portero. No fue mejor Ángel, que no sabe qué hacer con el balón, ni los mediocentros, ni Borja... Nadie. Han empezado a vender los turrones y el Zaragoza sigue siendo un equipo en formación, basto, de poca poesía, mucha prosa, nula autocrítica. Sus dos últimos triunfos fueron ante el Rayo y el Sporting en dos carambola. Y no, no ha recuperado su identidad, si es que la tuvo. Hasta el árbitro le podría decir: «¡Qué malo eres, Zaragoza!».