El Real Zaragoza no supo jugar en Las Palmas el partido que necesitaba para ascender a Primera. No lo vieron ni lo entendieron algunos futbolistas como Jaime, Álamo o Eldin, desesperante este último tras producir un fútbol timorato, mal visto para las grandes batallas. No lo discernió el entrenador, que se inventó el enésimo planteamiento de la temporada el día más importante de la década y no reaccionó al aplastamiento progresivo de un rival que siempre mereció más. Se comió al centro del campo zaragocista sin que nadie pusiese remedio. Basha pidió el cambio desfallecido, muerto. Dorca reventó directamente sobre el campo cuando su equipo buscaba el tanto a la desesperada, ese que no buscó casi nunca. Bien se sabía que la empresa era prácticamente imposible sin gol, pero olvidó esa premisa bien pronto. Ni tres pases seguidos, ni una contra decente. A excepción de un par de acciones en la primera mitad, nada.

Admitió luego el técnico zaragocista que era consciente de que les iba a hacer falta marcar. Todavía se entiende menos si barruntaba que el Las Palmas iba a lograr, como poco, un par de goles. Aun así, advirtió antes de que comenzara el partido, en una de esas paradojas tan suyas, que la alineación estaba pensada para tener el control del balón y del partido. Le sonó a dislate al zaragocista de bien, quizá a alguna extraña táctica para despistar al rival, que de todo se oye. Lo que pasó fue lo que el aficionado común pensaba. Es decir, que era una tarde para la angustia, que se iba a tener entre poco y nada el balón, y que era cuestión de conformar una defensa prusiana y acoquinar en las contras.

Dirán que estuvo a siete minutos del éxito. Es verdad. La realidad es que el ascenso, pese al ajustado marcador, se vio siempre más cerca de la isla. No llegó antes porque se agigantó Bono, el mejor de su equipo hasta el nefasto segundo tanto. Pero fue justo que ganara 2-0 el equipo canario, por tanto que ascendiera, por mucho que el dolor oscureciese la tarde de una ciudad que se queda con el recuerdo de los dos zarpazos que soltó su león en los penúltimos encuentros de la temporada, cuando sustituyó con espíritu el fútbol que nunca ha tenido.

Faltó juego en el campo y cordura en el banquillo. Incluso Martín González pidió perdón al final por el partido del Zaragoza. El lamentable partido, se entiende. Es decir, vería el mismo encuentro que la mayoría. Advertiría un equipo extrañamente largo, con Jaime descolgado arriba y Willian trabajando en exceso, un bloque despedazado en medio, con Basha y Dorca pidiendo a gritos ayuda mientras Galarreta miraba de reojo al técnico. No hubo manera. Pareció, mejor o peor, una solución para reconstituir físicamente al moribundo equipo. También valía Pedro. Lo que fuera para amparar por delante a los mediocentros y dar pausa al balón. No hubo movimiento alguno y el Zaragoza se fue muriendo bien lejos del área rival, bien lejos de ese gol que todos, hasta el técnico, sabían que era necesario para volver a Primera.