El espantoso partido protagonizado por el Real Zaragoza contra el filial del Sevilla no es casual, sino el producto y la consecuencia de una temporada que ha enviado suficientes señales de alerta --nunca atendidas--, de socorro y ahora de máxima alarma porque el descenso a Segunda B está a la vuelta de la esquina. Es muy probable que en la desvergüenza general, en la ausencia de profesionalidad y de sentimiento, desde el club y otros puntos cardinales y afines al poder se mantenga que hay herramientas como para no dramatizar. Entre ellas un colchón de puntos ficticio y recurrente en la ignorancia de mirar hacia otro lado. Porque el problema no está tanto en la clasificación como en la sensación cierta de que el equipo, además de su indigencia deportiva, carece del espíritu necesario para afrontar una lucha en los bajos fondos. Desviar la atención o escurrir el bulto, artes que la Fundación ha manejado con maestría hasta que la realidad ha desenmascarado esta maquinaria de falacias, supondría un nuevo signo de inconsciencia, posiblemente de resultado letal.

El Real Zaragoza no ha tocado fondo. Sólo desde ese punto de partida se puede emprender la recta final del campeonato con la firmeza necesaria que exige la salvación, en estos momentos una empresa colosal, histórica. Si no hay capacidad para vencer a un rival de 21 años de media, en inferioridad numérica y con un jugador de campo de portero, un chico en edad juvenil que debutaba, ¿a quién se puede derrotar en las doce jornadas restantes? ¿De dónde van a salir los puntos necesarios para sellar la permanencia? De los bolsillos de los patronos desde luego que no. Tampoco de un entrenador, Raúl Agné, que se ha visto superado por todo, él mismo incluido. Su continuidad raya lo absurdo. Ese relevo es el primer y urgente movimiento que hay que ejecutar, una maniobra que no asegura la mejora pero inevitable para buscarla.

La continuidad en Segunda pertenece sin duda a los futbolistas, pero a su flaqueza natural han añadido un palidez cadavérica en el ánimo, embruteciendo su debilidad bajo la batuta de un técnico que ha consumido su credibilidad para el público y para los jugadores. No digamos para el consejo de administración, siempre dispuesto a conducir las balas en otra dirección que no sea la suya.

El Real Zaragoza necesita que lo agiten con virulencia en el discurso. Una catarsis que pasa de forma ineludible por la presencia en escena de los responsables ejecutivos del esperpento. De quienes toman decisiones y de los que figuran en segundo plano. El Real Zaragoza necesita ese gesto de valentía de la Fundación para hacerse visible dentro del vestuario y frente a la afición. Porque hay una leyenda en juego, generaciones de aficionados que se pueden desvanecer... Ya no deberían de esquivar los focos. Desde César Alierta hasta Carlos Iribarren, pasando por la familia Yarza, Luis Carlos Cuartero y el recién llegado Lalo Arantegui. Poco importa ya que hayan fracasado con estrépito. Lo único que interesa es una comunión pública para compartir paraguas ante la que se avecina. Si es cierto que tanto aman a este club. Si se apela al colchón de puntos, al trabajo del día al día y al mismo entrenador, el Real Zaragoza entrará en un quirófano de matarifes.