Del gesto torcido del alma y la mueca amarga en el corazón, el Real Zaragoza que hoy comienza su sexta temporada consecutiva en Segunda División ha cambiado su rostro radicalmente. Con los filtros de las necesidades económicas y de la irrupción de la generación T zaragocista (amamantada por la rabiosa influencia de la tecnología táctil del último lustro y desligada de un pasado reciente y rancio), apuesta por lo bello, por lo positivo, por el optimismo. Le seduce el ascenso sin angustiarle y su mirada está clavada en el futuro, en un porvenir donde lo importante es pertenecer al club al margen de la categoría en la que juegue, a un equipo trufado de futbolistas aragoneses con los que coincide en muchos casos en edad y a los que reconoce por las calles y los lugares de la ciudad que comparten. Es algo suyo. Se respeta la historia, custodiada por seguidores de más edad y cicatrices que mantienen viva la memoria y las leyendas, pero su objetivo es disfrutar del ahora como trampolín hacia una nueva gloria sin urgencias. Se sienten protagonistas y lo son, influyentes, interactivos, parte fundamental de la institución. Sin fecha concreta de su gestación, sí se puede reconocer aquella derrota contra el Numancia que impidió seguir luchando por subir a Primera como parte de nacimiento. La emotiva despedida tras la derrota supuso un amanecer.

El Real Zaragoza ha encontrado un tesoro en su todavía vigente travesía por el desierto. Las gradas de la Romareda, críticas con razón e inflexibles por sabias, respiran una atmósfera fresca, de incondicional y pasional apoyo. Le sobran a la muchachada las reflexiones profundas que no sean sus colores, su escudo, el himno y animar de principio a fin, quizás lo trascendental para avivar la llama fundamental de este deporte tan deshumanizado, sin duda un arma de gran alcance para un club sin demasiado arsenal financiero. No hay que confundir esa entrega sentimental con un apego superficial. Más bien todo lo contrario. Por las venas de la hinchada de nueva sangre corren en realidad muchos si no no todos los viejos valores, subidos a una singular cuenta de Instagram donde la felicidad consiste en no perder la sonrisa en la derrota y en celebrar con un millón de "me gusta" la victoria. Y en adorar la inmediatez sin prisas. Y en colocar a Alberto Soro de fondo de pantalla o avatar de sus ilusiones.