Que tenga toda la razón del mundo en el penalti cometido y no concedido sobre Dongou no excusa a Raúl Agné ni a sus jugadores de una derrota colectiva y merecida, vertebrada en el planteamiento y en el campo, con todo o nada en marcha. El Real Zaragoza sólo dio sensación de querer ganar en la ambición insobornable de Ángel, que asume su papel y cumple por encima de cualquiera de sus compañeros, también del técnico, obstinado en resumir los encuentros a domicilio con partidos que van de la defensa al pichichi sin transición alguna. Sin balón, sin jerarquías, sin un pase que llevarse a la bota, el conjunto aragonés, el mismo que se impuso con solvencia al Numancia, salió arrugado, cobarde, apadrinado por una defensa forzuda que acabó retratada por errores parvularios. El Córdoba, que se vio contra el marcador, en zona de descenso y bajo la atronadora queja de su malhumorada afición, remontó gracias a un rival que remó hacia atrás. Incapaz de defender un saque de banda ni tampoco una acción terminal, una pelota colgada al balcón de la desesperación de la que acabó ahorcado, desnudo, de nuevo mirando hacia abajo en la clasificación, el Real Zaragoza tuvo su merecido.

Kieszek arrolló a Dongou en lo que podía haber sido el 1-2 de indicar el colegiado pena máxima. Pero el colegiado creyó que la pelota iba a entrar por el impulso del camerunés y se olvidó del atropello. Hay motivos para lamentarse, pero no razones para justificar sobre esa acción una actitud y un mensaje tan achatados de fútbol durante 90 minutos. Se conocen al dedillo las limitaciones de esta plantilla, pero en el Nuevo Arcángel Raúl Agné puso la primera piedra para jibarizar aún más las pequeñeces de su muchachada. En realidad, los andaluces jamás se sintieron incómodos salvo por el golpe de Ángel en el minuto 43. Siempre mantuvieron la cabeza alta con Javi Lara al mando, cierta convicción y fe en su capacidad para dominar todos los espacios regalados. Sólo en ataque se ablandaron hasta que se derrumbaron Marcelo Silva y Cabrera, con Fletscher desafortunado desde antes de salir del vestuario, como si nunca hubiera ejercido de lateral.

Con todos los esfuerzos centrados en conservar el tesoro de Ángel, un gol maravilloso tras una no menos estupenda asistencia de Xumetra, el Real Zaragoza regresó a sus principios, a la mediocridad, a las pérdidas y la imprecisión. Alimentó la esperanza del Córdoba hasta engordarlo. Raúl Agné ya no estaba en el banquillo para contemplar la catástrofe, su obra. Había visto la tarjeta roja por reclama el penalti a Dongou. El empate no servía para nada, y en ese momento se produjo un cambio esperpéntico, injustificable: el entrenador quitó a Lanzarote y metió a Valentín. Luego aclaró y se chivó que no había sido cosa suya sino de Antonio Rodríguez Rodri, su segundo. El colmo para terminar, quizá con otra expulsión, la suya de un equipo y un discurso que se le han ido de las manos y del tacto humano, crucial en un equipo y en una tesitura que reclama máxima sensatez.