Resulta tremendamente enigmático y del todo ininteligible para una mente humana normalmente formada entender el comportamiento de Agapito Iglesias y las razones por las que, siendo constantemente zarandeado en público y sintiendo en carne propia el desprecio y la animadversión mayoritaria del aficionado, todavía tiene la más mínima gana personal de continuar al frente del Zaragoza. Nadie le quiere, en realidad la gente le odia y le tiene directamente señalado como el principal villano de Aragón y el culpable de que el club viva al borde de un ataque de nervios desde hace varios años. En Getafe, mientras no se escondió por las esquinas, lo volvió a comprobar. En medio de un clima festivo, de celebración por la salvación, Agapito fue objeto de burla, mofa y repulsa. Hubo gritos de todo tipo contra él. Es el enemigo público número uno del zaragocismo hasta en los días más felices.

Esa es la realidad. Su figura es irrecuperable de ninguna de las maneras. Pero así, sin que nada cambie aunque sea difícil entender cómo un ser humano no atiende a tantas miles de razones, empezó ayer a escribirse el futuro del Real Zaragoza en Primera División un año más. Y Agapito ahí que sigue. Sin vender.

Esta semana se va a enfrentar a su primer problema, que solo puede llegar a serlo para alguien como él, en ningún caso para un presidente corriente. La renovación de Manolo Jiménez, el artífice de la salvación y un héroe para el pueblo, que lo quiere aquí a toda costa. Lo que de cualquier manera debería ser coser y cantar no lo parece tanto. El técnico supedita su continuidad a una serie de exigencias y cambios completamente sensatos: que Iglesias se aparte del todo si no vende, que ya debería haberlo hecho si no fuera como es; que haya una reestructuración total del club y un cambio profundo de modelo deportivo. Regeneración y renovación. O Agapito accede o Jiménez no seguirá. Y si esto último llegara a suceder, en cuatro días habrá vuelto a reírse, por no usar otra palabra, de todo el zaragocismo en su propia cara.