El Real Zaragoza jugó bien. Nadie lo cuestiona. ¿Mereció ganar? Por ocasiones sí. ¿El resultado fue cruel? En absoluto. Al fútbol, por mucho que se le quiera dotar de humanidad, carece de emociones y no tiene cuentas pendientes con nadie. Su patria es el libre albedrío depositado en los pies y en las manos de mejores o peores profesionales en un buen o mal día, incluido el árbitro. Querer justificar un marcador final en la desgracia, el destino, la fortuna o la mala fe es un recurso con poca sustancia reflexiva. Raúl Agné habló de la crueldad de la derrota frente al Levante porque la muchachada, y es cierto, hiló el mejor encuentro de la temporada. ¿Por qué no le dio entonces para vencer? Porque no hizo los méritos suficientes. El conjunto aragonés es una suma de sombras que en esta cita emitió mucha luz, deslumbrando en ocasiones a su afición y a su rival, el líder. Pero sobre esa patena de dulces intenciones y balón a la escuadra, también resbalaron gravísimos errores. El primero, la insistencia del entrenador de apostar por decreto por un portero sin crédito alguno, un Irureta que pagó esa confianza con la enésima demostración de que no le corresponde la titularidad ni por lo más remoto. El segundo, pese a presentarse con asiduidad en el área enemiga, su incapacidad para batir a Raúl Fernández, un guardameta de verdad. Los fallos de Ángel y Dongou no se señalarán tanto como el de Irureta, pero deberían. En su mejor versión, el Real Zaragoza y su entrenador también sacaron lo peor de sí mismos. Lo realmente cruel es maquillar las cicatrices de un equipo que gusta de exhibirlas