Cuando entró al fondo de la red el testarazo de Pape Diamanka se bajó el telón. Lo hizo a peso de plomo. Pum. En un instante todo se había acabado, por los aires todas las fantasías que se habían sembrado durante una segunda vuelta casi inmaculada. Puede que aquel suceso fuera inesperado, incluso decepcionante a tenor de las expectativas, pero fue bajo aquella lluvia afilada donde comenzó a germinar una de las noticias más esperanzadoras para el Real Zaragoza. Porque todos los nuevos abonados de esta temporada surgen del curso pasado. Nacieron de la euforia, pero sobre todo de la decepción.

Si todo esto fuera solo de victorias no valdría nada. No habría identificación, no se saborearían con más dulzura los buenos momentos. Porque de las penurias también surge la chispa. En las derrotas también se gana. Cuando el Zaragoza cayó ante el Numancia muchos quedaron resentidos. No podían dejar las cosas así. Habían celebrado juntos, y ahora tocaba volver a empezar de nuevo. Esta fidelidad muestra la grandeza de una hinchada que año tras año demuestra su feroz voracidad. Son ya seis años en Segunda y la masa social no ha dejado de crecer, prueba de que el fútbol es para los que creen en el mañana, no solo para los que viven el presente.

El último recuento del club ha dado una cifra de 24.639 abonados, aunque todo apunta a que se llegará a un número solo apto para clubs de primer rango nacional. Se cuentan con las dos manos los equipos que superan al Real Zaragoza en socios. Pero no es sencillo mantenerse en pie cuando las condiciones no son las más adecuadas. La afición blanquilla sabe de palos. El gol de Sergio Araújo en Las Palmas, el traumático 6-2 en Llagostera, el miedo a la desaparición en la 2016-17... Hay un puñado de momentos para el desconsuelo. Sin embargo, el número crece y crece. Parece que cuanto más se sufre mayor es el ansia por saborear un ascenso a Primera.

Esta temporada se contará con la cifra de abonados más alta en el último decenio. Impensable desde la teoría, pero comprensible desde el corazón. Todo un volcán de fidelidad. La gente desea revivir aquellos momentos de la segunda vuelta, donde se vivieron episodios que evocaban a los años dorados del Real Zaragoza durante la década de los noventa, en la que La Romareda no animaba, tronaba. El partido contra el Huesca fue una bombonera y el gol de Javi Ros provocó un seismo que todavía retumba entre las cerca de 30.000 personas que se dieron cita aquel día. También el choque de Liga en Los Pajaritos, con casi más zaragocistas que seguidores locales. O el día del recibimiento ante el Valladolid, que no cabía un alma para alentar al bus del equipo. Unas imágenes que dieron la vuelta a España y se difundieron por Europa.

Desde dentro del bus contemplaban atónitos los futbolistas, engullidos por las ilusiones de la hinchada. La mayoría de ellos volverán a vivir estos episodios en este curso, ya que desde el primer encuentro se ha planeado hacer recibimientos al equipo. Algo que nace desde el vínculo que surgió. Los zaragocistas saben que mantener los rituales del curso pasado ayudará a garantizar el éxito del proyecto —tremendamente necesario—. Durante esta temporada el Zaragoza estará más arropado que nunca. Dentro hay gente nueva, que no ha visto todavía la grandeza de su equipo, o los más veteranos, que se han hecho más flexibles. Se suceden los palos, las alegrías truncadas, pero la afición sigue respondiendo, aumentando su fidelidad de forma crónica. Ansiosos por despertar de nuevo.