Por encima del estilo, de su entrenador, del gusto por uno u otro futbolista, de aquel partido y este árbitro, un asunto debe preocupar por encima del resto: el Zaragoza gana muy pocos partidos. Tan pocos que en casa las victorias se han convertido en excepción. Esa realidad incuestionable arrincona a este equipo y su técnico, a los que ya no sujetan las consideraciones verbales, aquellas fábulas que hoy parecen cuentos. De nada ha servido, visto está, esa exagerada historia de las sensaciones que anunciaban lo mejor, que presagiaban la llegada de un equipo con identidad y triunfos, que adivinaban que todo iba a terminar «fantásticamente». La apariencia real es bien distinta. Y si hay que entrar en conjeturas, se diría que el proyecto de Natxo González va encaminado a terminar entre pronto y mal. El vitoriano, 18 jornadas después, no ha conseguido que su equipo sea una forma reconocible. Tampoco es un bloque competitivo. Ni ganador. No ha levantado ninguno de los pilares sobre los que sostener un proyecto que, digan lo que digan, estaba otra vez pensado para pelear por el ascenso. Le ha dado unas cuentas vueltas a su sistema, a su plantilla y otros, para terminar por disponer una estructura deforme.

Hay poco que discutir en cuanto a números con el equipo de Natxo González, que es el peor de este bochornoso quinquenio en Segunda. Solo lleva 22 puntos en 18 partidos. Es peor que el último, y que el anterior, y que el anterior del anterior... Lleva una proyección de 51 puntos a final de temporada que le daría para la permanencia raspada, siempre que todo vaya según las clasificaciones últimas de esta categoría corrientemente gris. Solo ha ganado cinco partidos. Y solo dos en casa, intolerable se mire por donde se mire. Le han marcado, además, 22 goles, mientras busca su identidad, ese estilo que casi nadie le quiso dudar a Natxo González cuando llegó en junio.

«No voy a estar aquí todos los días pidiendo paciencia. La gente quiere hechos y que su equipo gane», dijo el entrenador para zanjar una pretemporada en la que el Zaragoza únicamente había ganado un partido. Uno. Lo posterior, bien se sabe, no ha sido mejor. Cuatro meses después, prácticamente solo se ha hablado de eso, de calma, del tiempo que cualquiera debe tomarse para levantar una realidad.

Hoy en día, esas palabras de temple se resumen en resignación, por no decir conformismo. También en desorientación deportiva. Medio año después de ser presentado como entrenador del Zaragoza, Natxo González no ha logrado transmitir las virtudes por las que fue contratado. Decían que era un técnico de carácter e ideas claras, pero en el equipo aragonés ha pasado por tres o cuatro sistemas de juego y ha probado a muchos futbolistas en distintas posiciones.

Las conclusiones de sus primeros seis meses en el Zaragoza describen a un entrenador en contradicción. Se le anunciaba como un técnico de orden pétreo y se esgrimían los buenos números defensivos de sus últimos equipos. Quizá en La Romareda quiso ser otro, y así se mostró desde la pretemporada con un equipo que quería tener el balón y jugar en campo contrario. Aquellos días pasaron con las primeras crisis, sobre todo aquel bochorno de Huesca en el que, incomprensiblemente, cambió de armas para alimentar el ridículo. El esperpento se sucedió en Almería, donde se estampó aquel equipo al que se le habían consentido esos partidos mezquinos ante el filial del Sevilla y la Cultural Leonesa.

De ayer a hoy, ya no existen Toquero, Buff, Javi Ros o Pombo, indiscutibles al principio como lo serían después a rachas Alain Oyarzun o Guti. Fue a veces el Zaragoza un 4-1-4-1, otras un 4-2-3-1, incluso el 4-3-2-1 del irritante trivotazo. Últimamente ha sido un 4-4-2, aunque eso, el sistema, sea lo de menos. Ni tiene capacidad ni automatismos para salir con el balón jugado, y ya noi se habla de la cacareada importancia de los laterales en su fútbol. Tampoco se permite balones en largo ni segundas jugadas, si supiera.

El entrenador metódico es hoy asistemático. En su equipo, más que un patrón, hay confusión. Todo ha confluido en el mal rendimiento de sus mejores futbolistas, aquellos llamados a recuperar el brillo del Zaragoza, su vigor en ataque. Son irreconocibles Borja Iglesias, siete partidos sin marcar; Febas, penosamente transformado desde aquel día ante el Osasuna que fue sustituido tempranamente; y Toquero, hoy hombre de banquillo. Tan irreconocibles como su entrenador, como este Zaragoza que ni gana partidos ni tiene un plan. No es ni blanco ni negro, es gris como quiso su técnico. Pero gris oscuro.