El miércoles 7 de marzo recibí una llamada a las 14.30 del mediodía en la que un compañero me alertaba de que algunos medios audiovisuales publicaban que la madrastra del niño Gabriel se había derrumbado y había confesado haberlo asesinado a una patrulla de la Guardia Civil que se la iba a llevar detenida. En tres minutos me desplacé de Las Negras, a la casa familiar de la abuela del pequeño, Puri Carmen, donde encontré a una Ana adormilada en el sofá y con dolores en la cadera y el tobillo por su supuesta caída al recoger la camiseta del pequeño. «Dicen que estás detenida», le dije. «Pues ya ves, he ido al médico me ha recetado ibuprofeno y tranquilizantes y aquí estoy», cruzamos en una rápida conversación.

No la habían detenido, pero el patinazo mediático no salía de la nada. Tres días antes, toda España empezó a sospechar de ella cuando consiguió dar con una prenda que miles de rastreadores no habían sido capaces hallar. Dos días después del hallazgo, empezó a llegar a algunos medios, entre ellos a nuestro investigador Luis Rendueles, que el operativo policial albergaba «dudas» sobre el papel de Ana en la desaparición del niño. Dudas que en alguna publicación pasaron a ser sospechas y en otras, dos días después, una falsa detención. Aprovechando el interés que mostraba por conocer cualquier dato que alguien pudiera ofrecerle de la investigación pude acceder la habitación de Gabriel donde ella estaba acostada aún dolorida y supuestamente dopada.

Solo dudas

Intenté tranquilizarla, para evitar que se alertara en el caso de que realmente fuese la autora. Le dije que me constaba que solo eran dudas, nada más. Al fin y al cabo eso era lo que sabíamos e íbamos a publicar. Aproveché el momento, me senté en el suelo junto a su cama y con la intimidad que ofrecía ese entorno y en tono de complicidad, me dispuse a escuchar cómo argumentaba ella el hallazgo de la camiseta. «He pasado todo el día con Ángel [el padre del niño y pareja de Ana Julia], Manel. Es imposible que la haya puesto yo. Por la tarde Ángel me preguntó, como solía hacer cada día, ‘a dónde me vas a llevar hoy a buscar a Gabriel’».

Cada mañana participaban juntos en el rastreo, integrados en el operativo de búsqueda, pero por la tardes lo hacían por su cuenta. Tampoco admitió que en el momento del hallazgo se hubieran separado ni que fuera unos metros, como luego se ha sabido. «Cuando vi la camiseta, me volví loca. Me tiré por el terraplén, la cogí, la estrujé y la olí, y comprobé que llevaba la misma colonia que yo le había puesto por la mañana. Aunque me hice daño en la cadera y el tobillo al caer, cogí un palo y empecé a desbrozar sin parar por debajo de donde la había encontrado porque creía que ahí debajo estaría el cuerpo del pobrecito niño». Hasta que Ángel la obligó a subir y empezó a dar «patadas al coche, mientras sufría un ataque de angustia». Los minutos se hicieron eternos, según su versión, porque tras avisar al puesto de mando situado en Las Negras las fuerzas de seguridad equivocaron la senda y fueron por el camino que lleva a la cala de San Pedro por la costa, no por la depuradora.

Expresividad gestual

Su relato iba acompañado de una rica expresividad gestual, una sonrisa doliente, cansada y continuas protestas. «Manel, tu sabes que es imposible que yo le hiciera daño a ese niño. Soy su madrastra (una expresión que en España tiene una connotación negativa, pero no en su país de origen, la República Dominicana)». «Lo visto muchos días, lo llevo al colegio, lo recojo, le hago la comida, cómo iba yo a raptarlo…», protestaba.

¿Pero entonces quién podía ser el asesino? Ella había escogido una víctima propiciatoria: Sergio, su última pareja antes de Ángel, con el que había protagonizado una ruptura violenta. Lo acusaba de haberse quedado con todas sus cosas en respuesta a su negativa de darle la mitad del bar de copas Black que ambos habían creado pero que solo estaba a su nombre. «El nunca trabajó en el bar. Solo yo. Y ya se llevó su parte con el dinero que cogía en metálico de la caja», argumentaba.

-«¿Ves a Sergio capaz de raptar a un niño o matarlo?».

-Sí. Él odia a los niños.

Y en ese momento aumentó el tono de confidencialidad. «Te voy a contar cosas muy íntimas», avanzó. Luego ni eran íntimas ni reales. Era otra farsa para engatusar al interlocutor, que en este caso era yo. En este punto hizo entrar en la habitación a la única hija que ha sobrevivido al monstruo. A Judith la llamó para corroborara su tesis de que Sergio podía ser un asesino. «Verás como Judith está de acuerdo, ella ya me advertía». Y la joven de 24 años entró en la habitación y respondió con desfachatez que «no». «Yo siempre te había dicho que era muy machista y no te convenía pero que fuera capaz de secuestrar a un niño, no lo creo», sentenció la chica. Y ahí Ana Julia desveló un rasgo de su personalidad. Era capaz de afirmar lo uno y lo contrario en segundos. Se lo pensó mejor y dijo que no. El mismo modo de proceder que generó desconfianza en los investigadores. Salí de la habitación relativamente convencido de su inocencia. Luego otros se encargarían de hacerme ver sus engaños, pero había algo que despertaba mi desconfianza. Esa necesidad de más que de convencer, de seducir. Algo que a un inocente no le haría ninguna falta.