Quizá no sea casual que casi todas las escenas de 'Café Society'estén bañadas de la seductora luz ocre de la hora mágica. Ideada por el gran cinematógrafo Vittorio Storaro, la opción estética hace que la película parezca transcurrir durante un perpetuo atardecer, y uno está tentado de interpretar ese detalle como una metáfora de su director. Woody Allen, después de todo, es un creador sumido desde hace años en el crepúsculo.

A la inmensa mayoría de personas que empezaron a ver películas adultas en este milenio les debe de costar entender sobre qué se sostiene la reputación de la que el neoyorquino sigue gozando y por qué tantos actores de prestigio asumen que trabajar con él proporciona un plus de credibilidad, y es lógico. Tras pasar décadas ocupando el epicentro de la cultura popular, últimamente Allen prefiere contemplarla desde la barrera (ni uno solo de sus títulos aparece en la lista de las 100 mejores películas del siglo XXI elaborada por la BBC).

Así, por ejemplo, se explica que insista en vivir de rentas repitiendo los mismos elementos película tras película -un héroe neurótico, un romance entre una mujer joven y un hombre maduro, reflexiones filosóficas ligeras, música jazz-, y que se resista a adaptarse a los cambiantes tiempos. Bien mirada, la era actual se define por algunos de los rasgos que Allen desarrolló en su etapa más creativa. Las películas que lo convirtieron en poeta de la condición humana eran sesiones de introspección para el consumo público que en última instancia denotaban el mismo tipo de ombliguismo que hoy encarnan las redes sociales y la obsesión por el 'selfie'. Sin embargo, el director ignora el 'zeitgeist'. Como buena parte de sus películas recientes, 'Café Society' se protege de la luz de la conciencia social ambientándose en el pasado, y derrochando una palpable nostalgia por aquello que fue y no volverá a ser.

EL PESO DE LA POLÉMICA

Resulta difícil aventurar hasta qué punto la trayectoria artística de Allen se ha visto afectada por las controversias que han envuelto su vida personal desde principios de los 90, pero quizá no sea casual que la creatividad empezara a flaquearle tras contraer matrimonio con la que fuera su hijastra, Soon Yi Previn, y después de que Mia Farrow lo acusara por primera vez de haber acosado sexualmente a la hija de ambos, Dylan Farrow (acusaciones aún vigentes pero jamás probadas). Mientras su vida personal se convertía en carnaza para los tabloides, él, quizá harto de que ya se encargaran los demás de hablar de él, despojó a sus películas del elemento psicoanalítico y flagelante, piedra angular de su creatividad, y empezó a mostrar una creciente dificultad para empatizar con sus personajes y dotarlos de humanidad.

Desde entonces, con el tiempo, ha ido quedando patente que el octogenario autor está más interesado en mantener su prodigiosa productividad de al menos una película al año que de siquiera acercarse a las alturas creativas que alcanzó una y otra vez en sus primeras tres décadas como director. Y quizá su obsesión por rodar sin parar, ese descuidado frenesí con el que privilegia la cantidad sobre la calidad, es evidencia de un artista que trata, quizá del único modo que sabe, de permanecer vivo. De huir corriendo de la muerte. Al final, tal vez el problema sea que correr resulta particularmente difícil cuando el corredor se empeña en mirar constantemente hacia atrás, o cuando no tiene un lugar específico hacia el que dirigirse.