P erdidos entre el baile de cifras de pateras e inmigrantes llegados a territorio español en el último año, los niños apenas tienen protagonismo, pese a que suponen 2.200 de los más de 27.000 migrantes llegados a territorio español en el 2017. La gran mayoría son los llamados menores extranjeros no acompañados (MENA), que viven bajo la tutela de la Administración hasta que cumplen la mayoría de edad. Pero en Melilla, su primera ciudad de acogida, a su incierto futuro se suma la preocupación por el trato recibido en los centros de acogida, cuestionado por oenegés e incluso por el Defensor del Pueblo. Por eso los niños prefieren malvivir en la calle a la espera del golpe de suerte.

«Esto no es un hotel». Este es el primer mensaje que reciben los menores, procedentes en gran parte de Marruecos, pero también de Argelia, Siria o de Guinea-Conakry, cuando llegan a La Purísima, el centro de acogida de referencia para los MENA. Situado en un antiguo cuartel en desuso, en una zona aislada, tiene capacidad para 180 personas. Pero raro es el momento en los últimos años en que no duplica o triplica su capacidad. Los menores certifican que la estancia allí es todo menos agradable. José Palazón, de Prodein, una de las asociaciones que más trabaja con los menores, describe un paisaje aterrador: colchones amontonados en los pasillos y pozos ciegos saturados que acaban desbordando las aguas fecales por el suelo.

TRATO VIOLENTO / «No es un centro, es un sitio insalubre», narra desde Prodein. Pero lo peor no son las instalaciones. Según el informe De niños en peligro a niños peligrosos, de la asociación melillense Harraga, más del 92% de los niños dicen haber sido tratados de forma violenta en el centro. Sus testimonios hablan de malos tratos físicos y psíquicos y de devoluciones a la frontera. Una situación criticada por el Defensor del Pueblo en el 2015.

Tampoco se resuelven los trámites administrativos, por ejemplo para cumplir la norma que les otorgaría la residencia a los nueve meses de estancia. Si la tienen, tampoco se hace un seguimiento. Y cuando cumplen los 18 años, los jóvenes se quedan en situación de completo desamparo, porque «el sistema de protección a los niños migrantes no es una prioridad», añade Palazón.

Ante esa expectativa de acabar en la calle al cabo de un tiempo, muchos optan por «agilizar el proceso» y tratar de dar el salto a Europa como polizones en ferris, porque saben que «en la Península las cosas son diferentes». Aunque la cifra fluctúa, desde Prodein señalan que en las calles residen un centenar de menores. «Escapan de un lugar donde se les niega el afecto y el buen trato que necesitan», justifica Palazón. «Cuando les preguntas por qué no regresan al centro, dicen que es mejor estar en la calle». Están expuestos a violencia, abusos sexuales y redadas de las fuerzas de seguridad, que no diferencian entre menores y adultos.

EMPUJADOS AL MAR/ Y es que cuando se fugan del centro, no cuentan con instalaciones alternativas ni con un seguimiento que los reconecte a los servicios sociales, un sistema que las oenegés denuncian que se emplea de forma intencionada para evitar un efecto llamada. Como dice otro informe, esta vez de la Universidad Pontificia de Comillas, el sistema de políticas sociales de la ciudad es el que «empuja» al mar a los MENA que viven en sus calles, «porque la ciudad no les da nada», añade Palazón.

Desde el Gobierno local, que les responsabiliza del aumento de la inseguridad ciudadana -la estadística demuestra que los robos cometidos por los MENA suponen un ínfimo porcentaje-, han señalado que cuando los niños llegan a Melilla no quieren permanecer en los centros de acogida. Y para combatir el problema y que regresen bajo su tutela ha pedido a la población que no les dé comida ni abrigo.

Muchos de los niños de la calle tienen entre 11 y 15 años, pero los hay de tan solo 8. «Sufren mucho maltrato de sus propios compañeros, de las fuerzas de seguridad, de la Policía. No tienen ninguna necesidad cubierta, tienen frío y hambre», explica Palazón, quien insiste que «donde no quieren estar es en Marruecos», de ahí que aguanten situaciones límite. «Son niños que se emocionan con unos zapatos nuevos o unos patines», pero que en esta tesitura, que puede durar semanas, meses o años, buscan en el pegamento esnifado la vía para evadirse «y que no les vean como niños a los que nadie quiere, un desecho».

Su mecanismo de defensa es «pensar que no son ellos los que están pasando por esa situación, no son ellos quienes tienen que rebuscar comida en la basura o pelearse porque tienen planes e ilusiones de futuro». Por eso aprecian más que nada el que los voluntarios de Prodein «se acerquen, les saluden y les traten como personas».